Tres son las preguntas que las criaturas vivientes se han repetido desde el momento en que cobraron conciencia. Quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos. Las preguntas más viejas de todas, y para las que cada persona, a lo largo de los eones, ha tenido su propia respuesta.
En aquel momento yo solo lo tenía claro acerca de la tercera pregunta. A dónde nos dirigíamos, aunque chocante en principio, era realmente muy simple: a un lugar seguro. Eso era lo que importaba. Fueras de Gaia, Viltrax, Nobum o de cualquier otro de los diez millones de mundos habitados de la galaxia, tu objetivo en esos momentos sería seguramente el mismo que el de todos los demás: escapar de la destrucción.
Yo estaba apoyado sobre la barandilla cromada que separaba la cubierta de observación del abismo al otro lado. Entre el vacío del espacio y yo solo se interponían dicha barandilla y el casi imperceptible brillo de un doble campo de fuerza autoinversible. Las ventanas de cristal habían dejado de estar de moda varios millones de años antes de que yo naciera.
Estaba contemplando ensimismado las lejanas estrellas. Su luz era cálida pero apagada. Sabía que en otro tiempo había habido estrellas blancas e incluso azules. Esas eran las primeras que se habían apagado, al agotar todo su combustible y desaparecer asombrosamente en forma de supernovas. Incluso las estrellas enanas rojas, longevas y mucho más numerosas que aquellas, habían acabado sucumbiendo a una suerte parecida. Las pocas que quedaban eran las que yo podía ver desde el gran ventanal de la nave.
También sabía que existían otras galaxias como la nuestra. Los registros decían que incluso podían verse desde la vieja Tierra. Eran algo magnífico. Espirales de gas y polvo que brillaban en el cielo, recordándonos lo pequeños que éramos. Ahora la inflación cósmica las alejaba de nosotros tan rápido que su luz no podría alcanzarnos nunca más. Las galaxias se habían perdido en la oscuridad del espacio. A todos los efectos prácticos, no existían para nosotros. Claro que aún podríamos viajar a ellas saltando por el hiperespacio, pero ¿con qué fin? Al llegar solo veríamos lo mismo que aquí: los restos decadentes de las últimas estrellas.
Solté un suspiro. El campo de fuerza repelió las moléculas de aire y me lo devolvió. Pensé que pronto ya no pasarían más estas cosas. No más naves con campos de fuerza, no más corrientes de aire y no más personas que pudieran suspirar. El universo estaba muriendo. Cuando las estrellas restantes se apagaran, todo lo que existía tendería a estabilizarse en el estado de mínima energía. Un mundo monótono y congelado para toda la eternidad.
Decidí darme un paseo. Tomé una de las plataformas personales flotantes, que me llevó levitando a través de los corredores de la nave sin un rumbo fijo, tal y como le indiqué. Pasé cerca de la sala de máquinas. Como pasajero, no tenía acceso a ella, pero a través de la puerta pude vislumbrar por un momento el enorme motor de fusión. Mi mente seguía divagando. Desde tiempos inmemoriales, la fusión nuclear había sido nuestra principal fuente de energía. El poder de las estrellas, a nuestra total disposición. Incluso cuando desaparecieran todos los astros, podríamos acumular gas interestelar para iluminar nuestras naves y nuestras ciudades durante millones de años. Pero no serviría de nada. Al final, el gas también se acabaría. Solo podíamos retrasar lo inevitable. Por eso escapábamos ahora, incluso antes de que se apagaran las últimas enanas rojas. ¿Para qué esperar al fin del mundo?
La Eclipse era una de los últimos cruceros estelares que se habían construido y se construirían. Con cuatro kilómetros y medio de proa a popa, no era la nave más grande de la flota de la Federación, pero si era lo suficientemente extensa para albergar a un número adecuado de colonos. A bordo estábamos los afortunados o, según como se viera, los locos. Pero con el tiempo, tras este primer viaje inaugural, muchos nos seguirían en naves similares a lo largo de los años, hasta que todos los planetas de la galaxia fueran evacuados.
Acabé llegando a otra plataforma de observación; esta, en la parte frontal de la nave. Me apeé del deslizador para mirar bien por el ventanal. Enfrente de nosotros se alzaba la mayor obra de ingeniería de la que había sido artífice cualquier ser viviente: un anillo de diez kilómetros de diámetro, rotando lentamente sobre su propio eje. Lo impresionante no era su magnitud; yo mismo había visto estaciones espaciales muchísimo más grandes y complejas. Aquel anillo de metal de diseño enrevesado era especial porque era la puerta a nuestro futuro.
Sin que yo me diera cuenta, una joven de unos treinta años se había acercado a mí. Sin dejar de mirar hacia el anillo que ocupaba la mitad de nuestro campo de visión, me dijo:
—Increíble, ¿verdad? Saltar a un universo paralelo para escapar de la muerte del nuestro. —Yo asentí y ella siguió hablando—. ¡Y no solo viajar a otra realidad! También hacia atrás en el tiempo. Al comienzo de todo, cuando el universo era joven y el cielo estaba lleno de luz. Podremos volver a empezar. Infinitas estrellas a nuestro alcance.
—No infinitas —maticé yo—. Algún día volverán a acabarse.
—Pasarán miles de millones de años hasta entonces. ¿De dónde eres?
—Arcadia Prima.
—Ese es un planeta relativamente nuevo. Cuando se formó, ya se habían extinguido seis generaciones de estrellas. El sol de la vieja Tierra pertenecía a la segunda. ¿Entiendes lo que digo?
—Sí. El agotamiento de la energía del universo es tan lento que no podemos comprenderlo en términos humanos. Solo es que nos ha tocado nacer cuando ya está llegando a su fase final. Cuando crucemos esa puerta —dije señalando el anillo frente a nosotros— no tendremos que volver a preocuparnos nunca. Será cosa de los que vengan después de nosotros.
Miré a la chica. Sus largos cabellos plateados reflejaban las luces de la nave. Su piel oscura estaba moteada de manchas verdes, y ella me miraba con dos de sus ojos; los otros dos seguían posados en el anillo. Ella y yo éramos tan distintos de los viejos humanos como lo serían de nosotros aquellos que tendrían que preocuparse por el fin del próximo universo. Tenía razón, las estrellas que nos esperaban bien podrían ser infinitas.
—¿Quieres ver algo? —propuso ella.
Yo no tenía nada que hacer hasta la hora del salto, de modo que acepté. Tomamos una plataforma flotante y nos dirigimos a la sección de oficiales. Al ver mi sorpresa, la chica me explicó que ella era en parte responsable de la construcción del anillo. Por eso viajaba en el crucero inaugural. Me llevó hasta su camarote, más grande que el mío y con un proyector holográfico en el centro.
—No debería enseñarte esto, pero me muero por hablarlo con alguien y, de todas formas, en una hora habremos dejado de existir en esta realidad.
—¿No tendrías que estar en el puente de mando o algo?
—No, tranquilo. Todo mi trabajo con el anillo está hecho. Puedo relajarme como cualquier otro pasajero. Pero mira, mira.
Me mostró en la pantalla holográfica la imagen de una estrella común. O, al menos, común en el pasado. Era una enana amarilla, tipo espectral G2. En torno a ella orbitaban multitud de objetos, ocho de ellos claramente más grandes que los demás. Con un gesto de la chica, la pantalla agrandó uno de ellos. Era la vieja Tierra.
Nadie había visto jamás la vieja Tierra con sus propios ojos. Había dejado de existir hacía tanto tiempo que ni siquiera se recordaba ya dónde había estado una vez. Las galaxias habían cambiado hasta volverse irreconocibles. Pero, a pesar de todo, habíamos conservado los registros. Sabíamos cómo había sido la Tierra: sus continentes, su flora y su fauna, los viejos humanos y sus obras. Durante miles de millones de años nos habíamos expandido por el cosmos, pero sin olvidar el mundo de donde proveníamos.
La chica de pelo plateado pareció leerme el pensamiento.
—Crees que venimos de la vieja Tierra, ¿verdad?
—Lo sé, como todo el mundo. No es algo en lo que se crea o no.
Ella alargó mucho las palabras:
—Puede… que resulte… que eso no sea al cien por cien correcto.
La imagen de la pantalla se alejó de la Tierra y enfocó otro cuerpo rocoso cerca de la misma estrella.
—Esto es Europa, un satélite natural de otro planeta del sistema estelar de la vieja Tierra.
—¿Qué tiene de especial?
—Fíjate. La superficie está helada, pero bajo el hielo hay un profundo océano de agua líquida. Los viejos humanos pensaban que podría darse la vida ahí. Pero, cuando empezaron a explorar el espacio, encontraron otra cosa sumergida en Europa.
El holograma destacó una pequeña región de la luna, hundida a varios kilómetros bajo el hielo. Parpadeando en naranja, apareció inequívocamente un anillo justo como el que ahora se situaba delante de nuestra nave. La chica habló, al ver que yo me había quedado sin palabras:
—Los estudios revelan que el metal es varios millones de años anterior a la roca del núcleo de Europa. Ya debía estar ahí cuando se formó el sistema de Sol. No tenemos constancia de ninguna especie alienígena tan antigua, de modo que sólo queda una opción.
Yo estuve a punto de atragantarme. Al final aventuré:
—Alguien vino de otro universo y lo construyó.
—Exacto. Esa es la puerta de regreso, exactamente igual a la que construiremos nosotros después del viaje de hoy, para fortalecer el vínculo con la que tenemos ahora y mantener abierto el canal entre los dos universos.
—¿Quieres decir que este viaje ya se ha hecho antes? ¿Que los viejos humanos en realidad venían de otra dimensión?
—No los viejos humanos. Recuerda que ese anillo es mucho anterior a ellos. Pero quizá estos… proto-humanos, o como los quieras llamar, sembraran la vida en la vieja Tierra. Igual esa era su forma de colonizar, como nosotros tenemos la nuestra.
Me dejé caer en una silla. Estaba confuso.
—Pero si hemos sabido que se podía viajar entre universos desde los tiempos de la vieja Tierra, ¿por qué hemos esperado tanto?
—No sabíamos para qué servía el anillo realmente. Estaba muy degradado. Solo sabíamos que lo tenía que haber construido alguien muy anterior a nosotros. Hemos cargado con este conocimiento durante toda la Historia, pero sin acabar de entenderlo. No fue hasta hace unos milenios cuando a alguien se le ocurrió la idea de que podría salvarnos de la crisis actual. Y, efectivamente, así fue. Los cálculos para el salto han tardado cientos de años. Yo sólo los he completado.
—¿Y por qué no he oído hablar de ese viejo anillo hasta ahora?
Ella se encogió de hombros.
—Eso no lo sé. Supongo que los poderosos no querían que se supiera. Imagina que a la gente le dices que todo lo que creían sobre su origen es mentira, y que nuestra única esperanza para salvarnos del fin del mundo lleva esa implicación. Somos pocos los que sabemos esto.
Yo medité unos instantes. La chica tenía razón. La creencia en la vieja Tierra y en los viejos humanos nos unía a todos, fueras del planeta que fueras. Revelar la verdad sobre nuestro origen podría acabar por separarnos y, en estos momentos más que nunca, teníamos que estar unidos por el mismo objetivo.
Le di las gracias por mostrarme lo que sabía y me marché. Sabía que volvería a verla; al fin y al cabo, tendríamos que pasar el resto de nuestras vidas construyendo la misma colonia. Volví a la plataforma de observación de la proa, ahora abarrotada de gente ansiosa por presenciar el histórico momento del salto.
El anillo había comenzado a girar más rápidamente, pero seguía sin dar muestras de actividad. A través de él brillaban las estrellas rojas. En aquellos últimos momentos en que podría verlas, me parecieron más bellas que en toda mi vida. Si bien antes creía saber la respuesta a la pregunta de a dónde íbamos, ahora había aprendido también la respuesta a la segunda: ¿de dónde veníamos? Veníamos de otro mundo, anterior a este, igual que ahora nos dirigíamos al siguiente.
Había llegado la hora. La luz de las estrellas comenzó a distorsionarse en mitad del anillo, dando paso a un remolino de oscuridad que poco a poco se hundió hacia el infinito. La Eclipse se adentró en aquel torbellino, estirándose a través del tiempo y el espacio. Para nosotros fue apenas una fracción de segundo, pero, cuando el saltó acabó, todo había cambiado. Emergimos al otro lado, rodeados de estrellas blancas y azules, de galaxias y de planetas fértiles preparados para albergar vida. Atrás quedaba un mundo agotado. Este era nuestro nuevo hogar, como antaño había sido la vieja Tierra para otros.
Sonreí. Solo en este cuadrante del cielo había más estrellas de las que yo había visto en toda mi vida. Y fue en ese momento, al presenciar el brillante universo que se abría ante nosotros, cuando al fin entendí la respuesta a la última pregunta. Era obvia, conocidas las otras dos.
¿Quién éramos? No éramos los viejos humanos, ni los que vinieron antes ni después. Eso no importaba. Éramos la vida, viajando en un ciclo eterno, saltando de un universo al otro cuando no nos quedaba otra opción. Los proto-humanos debieron de tener sus propios creadores que vinieron de otro mundo. Nosotros daríamos paso a nuestros propios descendientes, que algún día volverían a saltar. Así había sido siempre, y así tendría que seguir siendo. En distintas formas, la vida siempre perduraría. Esa era la respuesta a la última pregunta. Éramos la vida, infinita como las estrellas que nos daban la bienvenida.