Las piedras permanecían inmóviles, en silencio, tal y como habían sido dispuestas décadas atrás. El aire vibraba con el lejano canto de los pájaros y el zumbido de los insectos. Una luz dorada y mortecina se filtraba entre las copas, proyectando sombras alargadas sobre el suelo verde y gris. Una suave brisa, la justa para mecer las oscuras hojas del bosque, silbaba entre los árboles y las lápidas.
Recuerdos de otra época, de vidas pasadas, la naturaleza ya empezaba a reclamar lo que era suyo. El musgo cubría las losas y la hiedra estrangulaba los rostros de las estatuas de ángeles y santos.
Los viejos habitantes del camposanto, que desde hacía tanto tiempo descansaban bajo esa tierra, habían desaparecido ya de la consciencia humana. Pronto les seguirían aquellas marcas, algo más duraderas, pero en última instancia igual de efímeras, que recordaban sus nombres y apellidos, sus caras y las vidas que tuvieron y dejaron atrás. El cementerio del bosque, olvidado incluso por las manos que lo construyeron, manos que en muchos casos ya tampoco estaban, se hundía en su propio descanso eterno.
Los pájaros callaron sin previo aviso. Una agitación sacudió el bosque. Los árboles temblaron, las nubes se revolvieron allá arriba. Después el aire volvió a su calma habitual, hinchado de trinos y susurros lejanos. Pero algo había cambiado. Una antigua energía, que siempre había estado ahí mismo en otra forma, renacía ahora.
Una mano huesuda empujó lentamente la lápida que la cubría. La piedra rechinó contra la piedra. La hiedra luchó antes de ceder. Finalmente, la losa cayó a un lado con un estruendo amortiguado por la vieja capa de hojas que tapizaba el suelo. Lo mismo ocurrió por todo el cementerio. De uno en uno, sus viejos habitantes abrieron las prisiones que se les había impuesto y salieron al aire libre que les había sido privado tanto tiempo atrás.
Se miraron unos a otros. Algunos se habían conocido en vida. Otros se saludaron por primera vez, intercambiando entre ellos una emoción silenciosa. Poco importaban el por qué y el cómo. Algún ritual antiguo, algún error nuevo. Lo crucial era lo que les esperaba ahora.
Con la lentitud de quien ha aprendido que el tiempo no le es un impedimento, los recién llegados, los recién devueltos, levantaron del suelo húmedo sus viejas lápidas de piedra, sus bustos y efigies. Con calma, asegurándose de hacerlo bien, pues solo lo harían una vez, las apilaron junto a la puerta del cementerio. Se formó así un muro hecho de las piedras que los habían protegido durante los largos años. Después, con su andar cansado, pero con júbilo, los renacidos siguieron el camino, antes de tierra y ahora hundido en la vegetación, que llevaba de vuelta a la ciudad.
Atrás quedaron las lápidas y todo recuerdo de sus vidas pasadas. Atrás quedó el dolor de los familiares, las tardes de visita, las flores y las misas. Todo aquello que durante su ausencia había recordado que una vez ellos también habían estado vivos. Ya no hacía falta que nadie los recordara. Los verían por sí mismos.