La carretera abierta ante él. El cielo estrellado. El viento zumbando en sus oídos al entrar por la ventanilla bajada. Olía a verano, a calor y a diversión. Iba solo, de camino a una fiesta. Le aguardaba la noche de su vida. Sin esperarlo, dos ojos brillantes aparecieron sobre la carretera. ¿Una vaca? Un volantazo desesperado. ¿De dónde había…?
Supuso que debería sentir dolor, pero no era así en absoluto. Notaba que estaba tumbado sobre algo blando. Una sábana fina y ligera le cubría los ojos, como una gasa. La apartó con una mano y al instante quedó cegado por una intensa luz. Oía voces a su alrededor, pero no podía comprender las palabras. Cuando sus ojos se adaptaron al brillo, pudo ver que estaba en una especie de hospital, echado sobre una camilla. Frente a él había un hombre vestido con un atuendo de cirujano. Su cara estaba casi cubierta por la mascarilla azul y el gorro, pero sus ojos estaban expuestos. Unos ojos de iris dorados, sobrenaturales. El hombre pronunció una frase ininteligible. Después Miguel sintió un terrible pinchazo en los oídos, que cesó tras una fracción de segundo.
—Eso está mucho mejor —dijo el cirujano con tono satisfecho, y Miguel lo entendió.
No podía dejar de mirar los ojos del hombre. Nunca había visto a alguien así. Si no hubiera sido porque el cirujano llevaba la cabeza cubierta, Miguel también se habría extrañado por su cabellera naturalmente azul.
—Muy bien, hagamos una prueba —dijo el hombre—. ¿Nombre y fecha de nacimiento?
Miguel se demoró en responder. Se quedó mirando al hombre, sin más. ¿Cómo había llegado ahí? El cirujano le apremió a que hablara y dijo, no sin cierta confusión por la pregunta:
—Miguel de la Vega. Mil novecientos noventa y cinco.
—Correcto —dijo el cirujano, apretando botones en una especie de tableta transparente que había a los pies de la camilla de Miguel.
«Nos llegan muchos jóvenes de esa época», añadió el hombre en voz baja. Antes de que Miguel pudiera decir nada, volvió a dirigirse a él:
—¿Puedes levantarte, por favor? Vamos, no hay tiempo que perder.
Miguel lo miró con confusión. ¿Levantarse, tan pronto? Pero había sufrido un grave accidente, ¿no era así? De ahí el hospital, la camilla y el doctor. ¿Cuánto tiempo había pasado inconsciente?
Si Miguel no hubiera estado tan absorto en sus pensamientos y en la incógnita de los ojos del cirujano, se habría fijado antes en que la sala donde se encontraban era grande, más grande que ninguna otra en la que había estado jamás. Cientos de camillas idénticas se extendían a un lado y al otro, con cientos de pacientes confusos y cientos de doctores impacientes.
Miguel hizo un esfuerzo por moverse. Se sentó a un lado de la camilla. Después, vacilante, se puso en pie. Le pareció oír un leve zumbido eléctrico al moverse, pero lo achacó a los extraños monitores que había junto a su camilla. Miró al hombre, que seguía pulsando botones en la tableta. Él le devolvió la mirada con un aire de sorpresa.
—Oh, sí. Fantástico. Por favor, levanta el brazo izquierdo. —Miguel lo hizo—. Así. Ahora el derecho. Muy bien, ya casi estamos. Voy a activar las funciones táctiles, a ver qué tal.
Miguel se sobresaltó porque de pronto sintió el suelo duro y frío bajo sus pies. Miró hacia abajo alarmado. Sus pies, descalzos, estaban pálidos. Además, su piel tenía un aspecto extraño, enfermizo. Parecía más bien un plástico blando que pretendía pasar por piel y no lo lograba del todo. ¡Y no solo en sus piernas! También sus brazos tenían ese aspecto. Estaba cubierto por un camisón, pero Miguel temió que todo su cuerpo tuviera esa apariencia. Miró al cirujano con horror.
—Pero ¿qué está pasando aquí? —gritó mientras hacía aspavientos con los brazos—. ¿Qué me han hecho? ¿Dónde está mi familia? ¿Qué ha pasado con mi coche? ¿Y por qué tiene los ojos dorados, por el amor de Dios?
—Oh, me alegra que te hayas fijado en mis iris —dijo el cirujano, ignorando las demás preguntas—. Son nuevos, ¿sabes? Y los conseguí muy baratos. ¡He tardado menos de quinientos ciclos en pagarlos!
—¿Qué significa eso? —dijo Miguel, al borde del colapso.
El cirujano levantó una mano.
—Bueno, bueno, ya basta de preguntas. Otros te lo explicarán mucho mejor que yo.
Pulsó un botón más en su tableta. Miguel intentó hablar, pero solo emitió un gruñido gutural. Se tocó el cuello aterrorizado. Quiso preguntar qué estaba pasando. Quiso gritar y llamar la atención de todo el mundo, pero no pudo.
—Se supone que no puedo charlar mucho con los recién llegados. —El hombre le guiñó un ojo—. Pero claro, me gusta mucho hacerlo. Oh, no olvides esto.
Con una pinza colgó del camisón de Miguel una tarjeta en la que se leía, en grandes letras rojas: «MIGUEL». Debajo, más pequeño, había un código numérico de doce dígitos. Miguel lo miró con extrañeza.
—Si alguna vez la pierdes —dijo el doctor—, pásate por Control y pide otra. La tarjeta es solo para el cara a cara. Todos los asuntos oficiales, con esto. —Tocó la muñeca izquierda de Miguel donde, desconocido para él, había un microchip con toda la información concerniente a su persona.
Otro hombre enmascarado llegó y agarró a Miguel del brazo. Tiró de él para llevárselo. Miguel tuvo la intención de impedirlo, pero el hombre tenía una fuerza considerable. Miró al cirujano. Quería pedirle ayuda, aunque no podía. El cirujano, del que, se dio cuenta, ni siquiera sabía el nombre, era su único punto de apoyo en esos momentos. Él sabría qué hacer. Él sabía por qué de repente era incapaz de hablar, por qué su piel estaba tan rara y cómo había llegado a aquel sitio.
De nuevo intentó gritar, pero solo se oyó ese horrible sonido. El cirujano se limitó a sonreír y despedirle con la mano. Cuando estuvo lejos, Miguel vio cómo le traían un nuevo paciente. Después cruzaron una puerta y ya no lo vio más.
La escena se repetía a lo largo y ancho de la sala. Los doctores atendían a sus pacientes, les hacían unas pruebas y los mandaban por aquella puerta. La mayoría pataleaban e intentaban escapar. Unos pocos, quizá más por su confusión que por complacencia, seguían las instrucciones sin rechistar.
El hombre que tiraba de Miguel lo soltó y le indicó una dirección. Miguel, por inercia, siguió a la multitud de cabezas rapadas y camisones blancos a través del pasillo. Los hicieron pasar a una sala más pequeña, repleta de sillas de plástico mirando hacia una gran pantalla apagada en una pared. Miguel se dejó caer en una silla al azar. Se sentía muy cansado. Quería volver a casa, ver a su familia y reposar. Fue entonces, en esa situación más calmada, conforme los asientos vacantes se iban llenando, que se fijó por primera vez en los demás pacientes. Todos tenían el mismo aspecto: la cabeza calva, los ojos pequeños y hundidos y, lo que era aún más terrible, llevaban algún tipo de mascarilla, mitad bozal y mitad altavoz.
Miguel se tocó la cara para descubrir, con horror, que él también llevaba uno de esos aparatos. Intentó descolgárselo, pero no estaba atado con ninguna cuerda. No podía arrancárselo de la boca. Gritó y solo emitió aquella espantosa voz ahogada.
La pantalla de la pared se encendió de golpe. Miguel miró a su alrededor y vio que todas las sillas estaban ya ocupadas y alguien había cerrado la puerta. Centró su atención en la pantalla, que mostraba un fondo azul y las siluetas coloreadas de varias personas. Una voz etérea habló:
—Bienvenidos a Cielo. Lamentamos las molestias que hayan podido sufrir durante el traslado. Es normal si se sienten desorientados. No teman, todo peligro ha pasado ahora.
No pareció que esas palabras calmaran a ninguno de los presentes. La voz siguió hablando, mientras que en la pantalla aparecían figuras y diagramas explicativos:
—Nos encontramos en el ciclo ciento treinta y cuatro mil quinientos doce de la Era Solar. En su infinita sabiduría, las Supermentes descubrieron la clave de la eterna juventud hace ya más de veinte mil ciclos. —Miguel supuso que las Supermentes serían alguna clase de ordenador, lo que, en realidad, no podía ser más erróneo—. Una vez hecho esto, sintieron lástima por todas las personas que habían fallecido antes de poder ser ascendidas y desearon salvarlas también. Cielo es la respuesta a ese deseo: un paraíso terrenal, donde todas las almas perdidas pueden vivir para siempre. Con la tecnología de barrido temporal de las Supermentes, podemos recuperar a los individuos en el momento justo de su fallecimiento.
Miguel creyó entenderlo a un nivel muy superficial. No había sobrevivido al accidente. Lo de allá fuera parecía un hospital, pero no era eso. Efectivamente, había muerto, pero lo habían rescatado de algún modo y ahora estaba en el espacio, o en el futuro, o algo así. La idea de su propia muerte le agobió mucho menos de lo que esperaba. Por primera vez desde que había llegado, sintió un atisbo de alivio. ¿Qué más daba si no era el Cielo de verdad? Era lo más parecido que podía pedir.
La voz incorpórea seguía hablando:
—…a todos a la vez. El proceso es gradual. ¡Enhorabuena, han sido los rescatados del día!
Un murmullo de aprobación se extendió por la sala. Miguel recordó los horribles aparatos que tapaban sus bocas y su optimismo se manchó con una pizca de inquietud.
—Por supuesto, la inmortalidad tiene un precio. Los primeros cien ciclos se dedicarán en pagar los cuerpos sintéticos que les hemos proporcionado. ¡Pero no teman! El tiempo ya no significa nada para ustedes. Y una vez terminen su periodo introductorio en Cielo, se les retirarán los frenos vocales y podrán elegir un camino propio. —En ese momento en la pantalla aparecieron imágenes de personas muy variadas realizando distintas actividades—. ¿Desean vivir en una bucólica escena en las montañas? ¿Explorar los fondos oceánicos o los confines del cosmos? ¿Disfrutar de todos los productos audiovisuales de los últimos cien mil ciclos? ¡Cielo tiene todo lo que puedan desear! La eternidad es mucho tiempo, disfrútenlo como deseen. Al precio adecuado, por supuesto.
Sobre las imágenes de la pantalla aparecieron cifras. Un coche volador, trescientos ciclos. Una casa para dos personas, dos mil quinientos ciclos. Una excursión a las lunas de Júpiter, ¡diez mil ciclos! La idea perturbaba a Miguel profundamente. Si realmente era inmortal, diez mil años de trabajo no significaban nada. Pero no dejaban de ser diez mil años.
Hubo una sacudida. Sin que lo supiera, la sala había ido descendiendo como un ascensor. La puerta trasera volvió a abrirse y los compañeros de Miguel se fueron levantando y saliendo. Él fue de los últimos en salir. Fuera el sol brillaba con fuerza y la vista se extendía hasta unas lejanas montañas. Todo lo que se veían eran campos verdes y el cielo azul. Detrás de él estaba el imponente edificio del que había salido, una mole blanca y gris que tocaba las nubes. Un gran letrero a un lado rezaba: «Bienvenidos a Marte, colonia agrícola».
—¡A ver, novatos! —gritó un hombre grande de uniforme, con los ojos verdes pistacho y el pelo muy corto—. Las Supermentes necesitan recursos, y vosotros tenéis que pagar esos cuerpos nuevecitos que os han dado. Sé que parece duro, pero no os preocupéis. Todos hemos pasado por ello una vez.
El hombre dividió a los recién llegados en varios grupos. Les dieron monos de trabajo de distintos colores para que se quitaran los camisones y se cambiaran. Miguel tuvo cuidado de colgarse en su nueva indumentaria la tarjeta con su nombre. Esas letras grandes y rojas eran lo único que quedaba de su vida. Tuvo un momento de nostalgia por su hogar. ¿Estaría también su familia en Cielo? Quizá habían llegado hacía mucho, o tal vez aún no los habían resucitado. La presentación había mencionado que era algo gradual.
—¡Oye, tú! —lo llamó el hombre de uniforme—. Sí… Miguel. Te ha tocado minas. Ve con esos de ahí.
Lo montaron en un coche conducido por otro hombre de uniforme. Este tenía unos curiosos tatuajes por todo el cuerpo. Cuando se dio cuenta de que Miguel los miraba, le dijo:
—Ah, ¿te gustan? Son temporales. Me gusta irlos cambiando cada ciclo. Deberías probarlos cuando acabes tu introducción.
Miguel miró hacia otro lado y no volvió a interactuar con nadie durante todo el trayecto. Llegaron a una mina a cielo abierto. En el fondo de la excavación se veía a numerosas personas como ellos, con sus cabezas calvas y sus monos de colores, picando la piedra en busca de minerales valiosos. El conductor del coche le dio un pico a Miguel y lo mandó abajo.
Nunca había trabajado en una mina, ni siquiera se le había ocurrido la idea de hacerlo. Sin embargo, era como si su cuerpo ya estuviera naturalmente acostumbrado a los movimientos. Picaba la piedra y la montaba en una carretilla, que otro compañero subía y bajaba desde la mina incansablemente. Ese cuerpo sintético no se agotaba. No necesitaba comer ni dormir. Solo trabajar. Trabajar para pagar su propia vida inmortal. Trabajar cien ciclos para ser libre y luego trabajar en otra cosa.
Picaba la piedra en silencio. Dejó pasar el tiempo, esperando el ansiado final de su introducción. Un día, cualquier día, porque todos se acababan mezclando, Miguel pensó por última vez en su anterior vida. Ahora tenía una nueva. La de verdad, porque la otra había acabado, pero esta duraría para siempre.