Su padre era un afamado sastre. Ella aún era joven, pero ya había aprendido de él todas las minucias del oficio. Qué telas casaban con cuáles, qué hilo usar, cómo tejer y desentrañar y volver a unir y crear maravillas inimaginables. Tijeras de hierro para la ropa del campesino, tijeras de oro para la vestimenta del rey. Y tijeras de plata para el tejido más delicado de todos. Pues su padre le había enseñado cómo al rayar el alba, cuando la tela en la que fue bordada la realidad está más tensa y es más débil, un corte certero puede dar acceso a los mundos que se ocultan en el filo de una aguja, detrás de las costuras que marcan las estrellas. Infinitos mundos de fantasía que habían explorado juntos. ¿De dónde si no iba a sacar él la inspiración para sus obras?
Pero una guerra se urdía en las profundidades del multiverso y su padre ya no estaba. Quizá un costurero que conocía la verdad fuera demasiado peligroso para las ansias de algún enemigo oculto, y se lo habían llevado en mitad de la noche. Ella no iba a permitirlo. Estudió con un maestro del único arte todavía más antiguo que la costura. Consiguió los materiales, trazó un patrón.
Alzó la larga espada plateada. Cuando el sol comenzó a iluminar el gran telar que era el mundo, ella lo cortó con un tajo firme. Su padre no necesitaba una pequeña costurera. Sería una guerrera quien fuese a buscarlo.