23 mar 2019

Lógica mágica

—Claro que la Luna sigue ahí incluso cuando no la estás mirando. No desaparece sin más. ¡La magia no es real! —insistió el Sabio, más exhausto por la obstinación de su interlocutor que por el largo camino que lo había llevado hasta la cima de la montaña.

—Por supuesto que sí —replicó el Mago. Frunció el ceño, se palpó los bolsillos y, tras una mueca de sorpresa, se sacó una gran pipa de la manga. Ya estaba encendida y humeando. Se la llevó a los labios, sonriente.

Esa socarronería sacaba de quicio al Sabio. Se tiró de los pelos, sin saber qué decir o qué hacer. Había caminado durante días para encontrarse con aquel hombre que decía conocer los principios de la magia. Él, como estudioso de las ciencias naturales, no podía permitir que alguien, en algún lugar del mundo, creyera en fantasías.

—Esto es una tontería. Está claro lo que acabas de hacer —dijo al fin—. Has encendido el tabaco cuando yo no miraba. Un truco burdo y, si me lo permites, peligroso. Esas prendas tienen pinta de prender muy rápido —expuso con un atisbo de amenaza.

—Por supuesto, esa es la única explicación. Yo ya llevaba una pipa de tabaco encendida escondida en la manga desde hace dos horas, el tiempo que hemos estado hablando, y ninguno de los dos se había percatado.

—¿Entonces? ¿Qué tiene de mágico?

—Que no había ninguna pipa hasta que la he ido a sacar.

El Sabio volvió a pasarse las manos por la cara, exasperado.

—¿Cómo que no? Tú mismo acabas de reconocerlo.

El Mago miró al cielo. ¿Es que no lo iba a entender nunca? Tendría que ser más drástico.

—Observa.

Volvió a estirar la mano por debajo de la manga contraria de su túnica, tiró, tiró otra vez, soltó un improperio, sonó un ruido molesto e inesperado y, al fin, sacó la mano arrastrando tras de sí a una cabra.

El Sabio pensó que al fin se había vuelto loco.

—¿Qué? —gritó.

—Sencillo —explicó el Mago, con aire de suficiencia—, siempre he llevado una cabra en la manga.

—¡Pero eso no es posible!

—Exacto, es magia.

El Sabio balbuceó algo ininteligible. Realmente solo balbuceó, porque no le salían las palabras.

—¿Cómo puedes hacer eso? —logró pronunciar al cabo de unos segundos.

El Mago sonrió para sí. «Está empezando a creer», pensó.

—La magia, como sabrías si tuvieras la mente un pelín más abierta, siempre se explica a posteriori. Si me puedo sacar una cabra de la túnica es porque, obviamente, ha estado ahí todo el tiempo.

—Pero no tenías una cabra realmente.

—¡Por supuesto que no! Es decir, no la tenía, pero ahora la he tenido. Translocación distemporal; es uno de los primeros trucos que te enseñan.

El Sabio abrió mucho los ojos. ¡De modo que era eso: había una escuela de magia! Y si había una escuela, significaba que había unas normas y unas leyes que aprender. Esos trucos absurdos tenían una lógica subyacente. No había magia en todo aquello, solo era una rama más de la ciencia, hasta ahora desconocida para él.

—¿Y dónde está esa escuela? —preguntó con un poco de curiosidad y mucha malicia—. Es decir, ¿podría verla? ¿Quién te ha enseñado esta —y dijo, haciendo gestos muy exagerados con las manos— «magia»?

El Mago rió.

—Me enseñé yo mismo. ¿Qué esperabas? Sé hacer magia porque la he aprendido, sin más. Y he tenido que haber aprendido en algún momento porque, de otro modo, no sabría hacerla. ¿No te parece?

Al Sabio se le cayó el mundo encima. No podía con ese argumento circular. Cerró los ojos, agachó la cabeza y se lamentó:

—Esto va a ser así todo el tiempo, ¿verdad?

—Sí. Lo siento, pero es lo que hay. —El Mago se encogió de hombros.

El pobre Sabio, que había llegado tan lejos gracias a su pura, fría y preciada lógica, se encontraba ahora más perdido que en toda su vida. Miró a su alrededor con pesadumbre. Se fijó en las sillas de jardín en las que estaban sentados, la mesita de picnic junto al arroyo, los árboles frutales sembrados sin ningún orden, el sol poniéndose al fondo del valle que se extendía al pie de la montaña y, por supuesto, plantada en la cima, la casa de siete pisos de oro macizo. Ya decía él que le había parecido algo extraño al llegar.

—¿Todo esto también te lo sacaste de la manga? —preguntó al Mago, que estaba distraído hurgándose los dientes con un palillo hecho de marfil de elefante.

—No hombre, de la manga no. ¿Cómo me iba a sacar una casa de la manga?

—Pero…

—Simplemente me fui a echar y había una cama —lo interrumpió—. No me iba a haber echado donde no hubiera un buen sitio para dormir.

—Así que tenía que haber una cama ahí. —El Sabio frunció el ceño hasta que le dolió—. Creo que comienzo a comprender.

—Y después resultó que había también un salón, y una cocina, agua corriente y todos los canales de televisión que me gustan.

—Y paredes de oro macizo.

—Y paredes de oro macizo, sí. Ya puestos a encontrar casa, que sea una buena.

Por un momento, el Sabio se dejó llevar por aquella locura. Su querida lógica seguía ahí, de algún modo. La magia significaba poder hacer lo que quisiese, si después le buscaba una explicación, por absurda y rebuscada que fuera. La causa y el efecto estaban cambiados de orden, eso era todo. Podía volver a casa y seguir con su vida felizmente, ignorando al loco de la montaña.

—Y dime, ¿por qué has venido? —El Mago lo pilló de improviso.

—¿Cómo? Para averiguar a qué se referían todos esos rumores sobre el hechicero que vivía en esta cima.

—No, no. ¿Por qué? Ya sé que tienes una razón perfectamente adecuada para haber subido tú solo los caminos de montaña y no perecer de hambre ni de frío. Pero ¿por qué has venido realmente?

El Sabio se quedó boquiabierto. Meditó sobre ello. Ciertamente había sentido un impulso repentino de subir a hablar con el Mago. Lo había decidido un día, sin más, y había echado a andar sin apenas preparativos. Se había alimentado de lo que encontraba por el monte y de un bocadillo que afortunadamente llevaba en su bolsa por casualidad. Y también por casualidad llevaba su navaja cuando lo atacó aquel oso, y su jersey grueso de lana la noche que pasó tanto frío. No recordaba haberlos cogido, pero estaba claro que… Oh, cielos.

—Ya veo —dijo el Mago con pesadez, antes de que el otro respondiera—. Lo siento, de veras. Creo que te he creado porque me apetecía discutir con alguien. Lo siento. ¡Qué vergüenza!

—¿Que me has qué?

El Mago hizo un ademán con la mano.

—Ya sabes, no creado. Tú siempre has existido, con tus ciencias puras y tu vida y supongo que con tu esposa e hijos, tal vez un perro. Y un día decidiste escalar una montaña para hablar con este viejo solitario. Pero nada de eso había ocurrido hasta que yo me puse a discutir con alguien. ¡No me iba a poner a discutir solo! Así que tenía que haber subido alguien a la montaña. No sé si me explico.

El Sabio se llevó las manos a la cabeza. De pronto saltó de su silla de jardín y se puso en pie. Gritó:

—¡Ya basta! Una cosa es que un viejo loco crea que puede hacer magia con explicaciones absurdas, y otra muy diferente es que ponga en duda mi existencia.

—Yo no he dicho eso. ¿Lo he dicho?

—Oh, cállate. Mi vida es real, yo soy real, mi perro es real ¡y ni te atrevas a ponerle un dedo encima! —Se giró hacia el valle, oscuro ahora que habían salido las estrellas—. ¡Todo esto es real! ¡No puedes sacarte una cabra de la manga, la luna está ahí aunque no la mires, yo soy de verdad y la magia no existe!

Malhumorado, se fue gruñendo por el camino que bajaba serpenteando por la ladera. El Mago no lo volvió a ver. Se había marchado, y sus problemas eran solo suyos.

El Mago se recostó en su gran y mullido sillón frente a la chimenea, donde había estado sentado todo el tiempo, y soltó una risita al recordar la conversación. Que la Luna existía. ¡Esa sí que era buena!