En el extremo de lo que alcanzaba la vista, recortando el horizonte como montañas negras, aún podían vislumbrarse los cuerpos, ahora inertes, de las gigantescas bestias que una vez habían sembrado la muerte sobre la tierra. Máquinas dignas de titanes, con piernas más altas que rascacielos y brazos cargados de poderosas armas de fuego. Ambos bandos las habían construido y utilizado, humano y androide por igual. La guerra no la habían decidido los instrumentos ni la estrategia. Simplemente prevaleció la especie más tenaz.
Exceptuando lo susodicho, el tiempo se había afanado en borrar las huellas de la cruenta batalla. Poco más que polvo quedaba de las antiguas ciudades humanas que antaño se habían extendido de una costa a otra, cubriendo los continentes como una telaraña de acero y cristal. Los androides carecían de la misma vanidad que les impulsase a imponerse sobre la naturaleza, de modo que tomaban cuanto necesitaban y dejaban que el resto del mundo siguiera su curso. Los bosques salvajes volvían a extender su manto verde sobre la mayor parte del planeta. Pero había leyendas. Se hablaba de cavernas ocultas y ciudades enterradas por los eones. Pocos escuchaban aquellas voces y aún menos las creían. Rob pertenecía a estos últimos.
Deslizó la soga a través de la oxidada trampilla que había logrado desbloquear. La cuerda se extendió hacia las profundidades varias docenas de metros, perdiéndose en la oscuridad. Sin temor, se agarró a ella y descendió con lentitud. No tenía intención de amedrentarse después de todas las dificultades pasadas.
Al cabo de unos minutos llegó al fondo. Sus piernas neumáticas sisearon al tomar contacto. El suelo estaba cubierto de una capa de polvo más antigua que él o que cualquiera de sus predecesores. Encendió una lámpara frontal. Ante él apareció una vista para la que jamás podría haberse preparado: en la caverna yacían gigantescos rascacielos aún en pie, que se extendían por toda la cavidad rocosa hasta donde alcanzaba la vista. Rob no cabía en sí de gozo. Con probabilidad, toda la ciudad se habría hundido durante la guerra por la acción de una vieja carga sísmica. Letal para sus habitantes, pero había permitido que los edificios sobrevivieran a la destrucción de la superficie.
Deambuló durante horas entre los esqueletos de aquella civilización perdida. Cada calle, cada casa y cada objeto dejado atrás le informaban más sobre los antiguos humanos. No quedaba registro gráfico de ellos en la superficie. ¿Qué apariencia tendrían? ¿Sería cierto que habían creado a los androides a su imagen y semejanza, largo tiempo atrás? Sus congéneres no le creerían cuando volviera con respuestas. Insistirían en descender ellos mismos. Pronto el paraíso secreto de Rob estaría infestado de curiosos y de ruidosas máquinas que extrajeran todos los restos para su estudio. Pero, y esto le volvía inmensamente dichoso, las primeras horas eran sólo suyas.
Rob sentía que los androides debían algo a la humanidad. El descubrimiento de la ciudad no la devolvería a la vida, pero era el primer paso para comenzar a conocerla.