10 may 2019

Heraldo

Se hacían llamar heraldos, pero eran otra cosa.

Jaime corría a trompicones por un pasillo sin iluminar. Había perdido de vista a la terrible aparición, pero no debía de estar lejos. Con toda seguridad, le ganaría terreno de un momento a otro. De un empujón abrió una puerta de emergencia y bajó las escaleras en espiral lo más rápido que le permitían sus piernas. Llegó al piso inferior y salió del edificio. Echó a correr a través del aparcamiento del complejo de oficinas.

Él solo era el director de una sucursal bancaria. No se merecía esta persecución, pensaba. No era un pecado conseguir lo que quería todo el mundo. ¿Cómo iba a saber que esto era lo que le esperaba después de la operación? Había sido un procedimiento sencillo: una inyección y unos implantes subcutáneos, más varias semanas en cama mientras el virus recombinaba su ADN. Había provocado la envidia de sus vecinos por podérselo permitir. ¿Y qué? Creía habérselo ganado.

El Vaticano ya había advertido del peligro que suponía ir contra la naturaleza del hombre, pero en esta era de ciencia y agnosticismo nadie los había escuchado. La eterna juventud, al fin al alcance la mano. Para unos pocos elegidos, al menos. Véase: aquellos que podían pagarla.

Entró en un edificio bajo y pequeño, unos servicios públicos. No tenía lugar mejor donde esconderse. Se metió en uno de los compartimentos y echó el cerrojo. Se sentó sobre la tapadera bajada del retrete, con los pies en alto. Temblaba de puro terror.

Los humanos estaban dejando de morir. Cada vez más de ellos se volverían inmortales, como creían que les correspondía. No era su culpa, realmente. Dios entendía esto. Pero, al fin y al cabo, la maquinaria celestial requería un flujo constante de almas y el corte del suministro le había importunado. Había enviado a sus ángeles para devolver el mundo a su curso natural.

Una luz blanca se coló por debajo de la puerta. A Jaime le recorrió la espalda un sudor frío. Oyó pasos como truenos que se acercaban a él. De pronto, la puerta fue arrancada de cuajo. Las lágrimas le brotaron de los ojos al presenciar a la criatura que se alzaba ante él. Era vagamente humana, pero tan alta que rozaba el techo con su cabeza rodeada de un cegador halo. Dos pares de alas surgían de su espalda. La espada llameante que blandía no era tan brillante como sus ojos, dos pozos infinitos de luz.

Se hacían llamar heraldos, pero había una palabra mejor para ellos. Eran verdugos.

Jaime gritó cuando el ángel lo quemó con su espada ardiente.