Las largas rayas blancas pasan con velocidad. Una, otra, otra, intercalándose con zonas de vacío tan rápido que apenas las percibes. La poca luz frente a ti se pierde en el suelo negro a una docena de metros de distancia. A izquierda y derecha reina la oscuridad, dos muros silenciosos que ocultan tu visión. Sobre ti, como siempre hacen, las estrellas observan, pero tú no puedes verlas.
La carretera es larga y recta, una flecha atravesando el corazón del continente. Decidiste ignorar las autovías a favor de caminos más antiguos y, esperabas, más interesantes. Ahora te planteas si tu elección fue la adecuada. Llevas horas conduciendo en la misma dirección, una recta infinita que se pierde en el horizonte frente a ti y también en el camino que has dejado atrás. Lejos quedan ya los campos de maíz de la tarde que tapaban la vista con su exuberancia. Maíz y más maíz, cubriendo el horizonte y asfixiándote. Atrás quedan ya las granjas con sus graneros rojos sobresaliendo de la extensión verde, los pequeños pueblos surgidos al pie de la carretera, las trampas para turistas, los casinos, las vías de tren, los postes de luz, los desvíos y, sobre todo, atrás queda cualquier signo de otros coches.
Desde que anocheció, conduces solo por una carretera recta atravesando el campo abierto, desolado y monótono, bajo un cielo oscuro y sin luna.
Piensas que deberías detenerte a descansar. De pronto, como respondiendo a tu deseo, pasas junto a un desvencijado cartel indicando una gasolinera próxima. Una descolorida caricatura con la cara borrada por el óxido te invita a repostar. Decides que es un sitio tan bueno como cualquier otro para parar y aminoras la marcha con el fin de desviarte. Sales de la carretera, ya en mala condición, a un camino aún más deteriorado, con el asfalto agrietado por el sol, la lluvia y el tiempo.
La gasolinera está algo apartada de la carretera, como una isla de luz en mitad de la noche. Conduces lentamente por el camino asfaltado hasta llegar a una explanada de cemento en la que reposa el edificio. La caseta es blanca y pequeña, de una sola planta. Sobre el tejado plano y que rebasa las paredes por casi un metro, una estructura de hierro sostiene un gran letrero luminoso. La figura de neón representa a un vaquero sonriente: la misma mascota del cartel que has pasado antes, pero más grande, más colorida y, piensas, más incómoda.
Te detienes junto a uno de los dos viejos surtidores de la gasolinera. Al depósito aún le queda recorrido, pero quieres aprovechar la parada. Bajas del coche, estiras un poco tus músculos tensos tras el trayecto y, con calma, coges la manguera del surtidor y la enchufas al depósito de tu vehículo. Una ruleta numerada comienza a girar en el surtidor mientras se oye un suave chasquido intermitente. Mientras el tanque se llena, observas con apatía tus alrededores. La figura brillante sigue sonriendo desde el tejado. Las destellos rojos y azules del neón se reflejan sobre la chapa plateada del surtidor y en un charco oscuro en el suelo. No sabrías identificar si el líquido es agua, una mancha de aceite o algo más desagradable. El resto de la luz que baña la explanada proviene del interior de la gasolinera a través de una puerta de cristal. Un círculo de claridad blanco-azulada se extiende desde la puerta y alcanza poco más allá de tu coche. Al otro lado de la gasolinera, contrario a los surtidores y a la entrada, solo hay oscuridad. La vista solo cubre la tierra seca con algunos pocos hierbajos esparcidos aquí y allá antes de fundirse en la noche. Intuyes algunas estrellas en el cielo por aquella parte, pero el resplandor de neón te impide verlas.
El surtidor emite un chasquido más fuerte y después queda en silencio. Retiras la manguera de tu coche y vuelves a colgarla en su sitio. Te diriges a la tienda para pagar. Empujas la puerta de cristal, pero no logras moverla y, con fastidio, tienes que tirar para abrirla a pesar de la clara pegatina de «PUSH» que luce junto al pomo. Una campanita electrónica silba cuando pasas. Dentro la luz blanca es cegadora. Varios fluorescentes colgados del techo zumban como colmenas de insectos luminosos. A tu izquierda, una mujer con un niño pequeño de la mano habla con el dependiente tras el mostrador. Vas hacia los estantes que, por lo demás, ocupan el pequeño espacio de la tienda.
Es raro, piensas, no has visto ningún coche aparcado fuera. La mujer debe tener el suyo al otro lado de la caseta. Observas a la pareja furtivamente mientras curioseas las chocolatinas a la venta. La madre gesticula mucho, reprochando algo al empleado. El niño, mientras tanto, está callado y se limita a darle la mano a su madre y a mirar al otro fijamente con expresión vacía. Al fin te decides por un dulce y te agachas para cogerlo del estante inferior. Cuando vuelves a levantarte, la puerta de cristal se está cerrando y ya no hay rastro de la mujer ni del niño. No has oído la campana.
Es tu turno de acercarte a pagar. Tras el mostrador, que revela su construcción de contrachapado a través de la desconchada superficie de plástico blanco, espera un chico alto y delgado. Te mira con ojos cansados, ojerosos, pero indudablemente atentos. A su espalda hay una pared con estantes repletos de variados productos, muchos de ellos jurarías que caducados, y, por lo demás, cubierta de pegatinas de marcas que desconoces. Una puerta de madera oscura al borde del mostrador da acceso, supones, a un pequeño almacén. Vuelves a mirar al dependiente. Sí, la gasolina y la chuche. El chico no te responde al devolverte el cambio del billete que deslizas sobre el mostrador, ni cuando te despides de él deseándole una buena noche. Sin embargo, estás seguro de que te sigue girando lentamente la cabeza conforme cruzas la puerta al salir.
Una vez fuera oyes la melodía electrónica tras de ti. Sin apenas darte cuenta, repitiéndote que el nudo en tu estómago es una ilusión, una mala jugada de tu imaginación desbocada, regresas a tu coche a paso rápido. Abres la puerta del conductor, te sientas y la cierras todo lo deprisa que te es posible. Al fin respiras tranquilo. Fuese lo que fuese lo que había en aquella tienda, ahora está en tu pasado. Sientes que aquí, tras el volante, con el pie en el acelerador, es el único lugar donde tu futuro verdaderamente te pertenece.
Ni siquiera te entretienes en comerte la chocolatina. Queda olvidada de tu memoria, guardada dentro de la guantera, mientras arrancas el motor del coche, pasas los surtidores plateados, tomas el camino que regresa a la maltrecha vía principal, aceleras y, poco a poco, la caseta de la gasolinera se convierte en un punto en la lejanía, y la sonrisa de neón de la figura del vaquero, en algo que es mejor no recordar.
Sigues conduciendo, más y más lejos, a lo largo de una recta infinita, bajo la noche sin luna.