Las aguas oscuras lamían con su espuma la arena áspera y gris. Los aullidos de las gaviotas se perdían en el vendaval, el rugir del viento silenciando las voces de los vivos. El cielo estaba cubierto y las nubes, la niebla y el horizonte se fundían en algún lugar indeterminado, donde la vista dejaba de alcanzar y daba paso a la temerosa imaginación. A escasos metros de la orilla, tambaleándose sobre las olas rompientes, una pequeña balsa de madera parecía luchar contra la gruesa cuerda que la anclaba a tierra.
Vjorn miraba fijamente la embarcación. Sus ojos claros seguían el vaivén caótico de la barca y las olas, pero veían mucho más allá. Veían la tierra quemada. Veían las familias separadas, los edificios perdidos, los gritos, el dolor. Veían su propia mano manchada de sangre. Mano inútil, indigna.
Con un gesto solemne, el sacerdote indicó que era la hora de la despedida. Vjorn regresó al presente por un instante para ver cómo otro hombre, más joven, pero no menos roto que él, cortaba con su hacha la recia cuerda que mantenía atado el bote de madera, liberándolo a los designios del mar.
De nuevo, la batalla. La confusión de despertar en mitad de la noche, el fuego en la cabaña, la pelea, el grito. Las lágrimas.
Un arquero preparó su arma, ahora instrumento de homenaje. Una improvisada hoguera sirvió de fuente del fuego que, como cometa caído, estrella nunca olvidada, prendió el bote y los recuerdos que iban con él.
Los ojos de Vjorn se cerraron, tratando en vano de contener su llanto. Su cuerpo debería ir en esa barca, su alma subiendo al Valhalla con sus compañeros perdidos, sus hermanos, su familia. Una vez más, la batalla, el enemigo, la muerte.
Era el último día del Clan del Carnero.