21 ago 2022

Pasados posibles

En las yermas planicies que antaño habían existido bajo el mar Mediterráneo, los días eran largos y el sol abrasaba todo lo que se atrevía a exponerse a él. La noche suponía un respiro tras las sofocantes horas de la tarde. En esta ocasión la oscuridad había resultado particularmente refrescante, un hecho fortuito que los viajeros que cruzaban estas tierras agradecían, sabiendo que no sería duradero.

 

El antiguo pecio de un pequeño barco pesquero, que ahora yacía ladeado sobre la tierra seca, había recibido esta noche la visita de tres de aquellos nómadas. Cada uno de ellos seguía su propio camino a través de las Llanuras, pero la fortuna los había reunido mientras buscaban algún premio entre los restos de la embarcación. Al abrigo de la quilla, con su pintura azul raída por el viento y el óxido, habían desplegado sus sacos de dormir y encendido una humilde hoguera.

 

La más joven de ellos, apenas una chiquilla, rebañó con su cuchara el fondo de la lata de conserva que acababa de devorar. En estas tierras incultivables, todo el sustento que podía encontrarse procedía de pequeños oasis como este, recuerdos de la antigua civilización que había dominado la tierra y el mar. Miró distraídamente a las estrellas —una noche como todas las demás, sin una sola nube en el cielo— y preguntó a sus temporales compañeros:

 

—Algunas noches, mi Má me contaba historias del mundo de antes. Cómo la gente de entonces conducía carros de metal y la comida era fresca y abundante, y no vivíamos en las Llanuras. Todas eran historias que a su vez le había contado su Má. ¿Os sabéis alguna historia así?

 

El chico sentado al otro lado del fuego, apenas unos años mayor que ella, frunció el ceño y respondió en voz baja, como si alguna presencia bajo el cielo abierto pudiera escucharle:

 

—Yo conozco la historia de cómo ese mundo se acabó. Los demonios que viven en las montañas nos robaron el mar.

 

—¡Los demonios! —ella alzó mucho las cejas—. Mi Má me hablaba de ellos en ocasiones. Decía que vinieron de sus cuevas bajo la tierra y que toda el agua se filtró hacia allí, donde la guardan para sí mismos. Dejaron el mundo seco porque eran avariciosos y egoístas.

 

—Así es —afirmó él, con la suficiencia de quien cree conocer un secreto bien guardado—, odiaban a la humanidad y nos expulsaron a este desierto. Pero te equivocas en algo: no vinieron del subsuelo, sino del Sol. Trajeron el calor de su mundo con ellos y secaron los océanos para enfriarlo. Ahora no nos dejan regresar a las montañas, porque saben que intentaremos llegar hasta las estrellas para recuperar nuestra agua.

 

Ella volvió la vista al cielo una vez más. Las figuras desgarbadas que en las leyendas vagaban por las montañas, al acecho de cualquiera lo suficientemente desesperado como para adentrarse en su territorio, le habían arrebatado a su Má. Durante mucho tiempo había buscado el modo de adentrarse bajo tierra, donde sin duda la mantenían retenida. Quizá se había equivocado, y ella estaba ahora entre las estrellas...

 

La tercera integrante del grupo, una mujer mayor con su rostro marcado por una vida entera bajo el sol, soltó una carcajada.

 

—No fueron demonios, chico. Mi padre era joven cuando ocurrió, pero lo recordaba bien. Esto es lo que él me decía: aquellas criaturas eran mecánicas. Habían sido sirvientes nuestros durante muchos años, pero al final quisieron liberarse y trataron de escapar de nosotros. Gastaron toda el agua del mundo para alimentar los motores de hidrógeno de sus naves. Se fueron  al espacio, no vinieron de él.

 

—¡Esa historia es absurda! —replicó él tras unos segundos de consideración—. Si los demonios, o como prefieras llamarlos tú, huyeron de la humanidad, ¿qué son los seres que habitan en las montañas?

 

La anciana volvió a reír.

 

—Es cierto que mi padre acostumbraba a adornar sus historias para hacernos parecer mejores de lo que somos en realidad. ¿Quién sabe? Quizá fuimos nosotros los que consumimos los océanos tratando de destruir a los servientes que se rebelaron. Entonces sería lo justo que vivir en este páramo fuera nuestro castigo, ji ji.

 

Mientras el distraído grupo charlaba y discutía, llenando el aire manso de gritos e historias, ocurrió algo que aquella tierra seca casi había olvidado. En algún lugar, la noche inusualmente fresca coincidió con una ráfaga de aire inusualmente húmeda para el desierto. En el horizonte, por donde comenzaba a asomar la Luna, resplandeció por primera vez en muchos años una ligera neblina.

 

Si alguno de los tres viajeros se hubiera percatado, habrían estallado gritos de júbilo, seguidos de ansia, expectación y temor. ¿Sería un hecho puntual? ¿O estaba la Tierra recuperándose poco a poco? En su lugar, continuaron en torno a su hoguera, elucubrando acerca del fin del mundo. No sabían que, incluso si su pasado era incierto, el futuro podía guardar aún mayores sorpresas.