31 dic 2018

El momento

Max agitó con suavidad la bebida en su copa. Algo azul y burbujeante. El líquido emitió un siseo al explotar las burbujas de gas. Max se encogió de hombros y echó un trago. No estaba mal. Quizá más tarde pidiera otra de esas. O tal vez probara aquella bebida verde tan curiosa.

Se apoyó sobre la barandilla de cristal que coronaba el largo balcón blanco. La noche era fría y el cielo tenía ese feo color de las nubes iluminadas desde abajo por la contaminación lumínica. Desde allí se veía toda la ciudad, con sus hileras de casitas blancas, cubriendo el valle hasta el mar. Cerca de la costa se alzaban rascacielos a cada cual más alto. Sabía que entre aquellas torres, en alguna plaza que no era capaz de vislumbrar, se reunía una gran multitud para celebrar el año nuevo. Las campanadas sonarían en apenas unos minutos. ¿Y si estuviera allí, festejándolo en la calle con todo el mundo?

Se giró, dando la espalda a la vista del valle, y se apoyó con los codos sobre la barandilla. Echó otro trago a su vaso burbujeante. ¿Cómo es que había acabado en esa fiesta? La gran terraza de forma asimétrica estaba repleta de toda clase de personalidades famosas: aquel excéntrico presentador de televisión, los dos músicos que tanto le gustaban y con los que apenas se había atrevido a hablar, ese cocinero de renombre internacional. Alguien tocaba un piano blanco frente a la puerta de la terraza, junto a la barra de bebidas. Dentro de la casa había aún más invitados. Se rumoreaba que aquella noche incluso había estado de paso por la fiesta un príncipe de algún país oriental. Y, metido en mitad de todo aquello sin saber bien cómo, también estaba Max. Él era, en su propia opinión, un humilde artista que no tenía razón para estar rodeado de personas tan importantes. ¿Qué habían ganado sus esculturas? Pero su novia tenía unos contactos que, a su vez, conocían a otros y, de algún modo, habían acabado allí. Ella había dicho que era la oportunidad perfecta para darse a conocer y ganar la fama que merecía. Pero ahora ella se había largado a quién sabía dónde, Max se sentía demasiado incómodo para hablar con ninguno de los invitados y, sobre todo, no le apetecía pasar la primera noche del año cincuenta pensando en negocios. Era una noche demasiado importante para eso. ¡Dos mil cincuenta! Aquella fiesta celebraba que ya se había cumplido la primera mitad del vigésimo primer siglo. El padre de Max solía decir en broma, o eso le parecía, que nunca había esperado que llegaran tan lejos. Max debería estar en casa con él, no rodeado de esos esnobs. O, pensó, girándose de nuevo hacia el valle saturado de casas iluminadas y rascacielos, allá abajo.

Un copo de nieve se posó sobre la nariz del joven distraído. Pronto lo siguieron muchos más. El cielo nocturno se cubrió de motas blancas que caían con lentitud sobre el valle. El tiempo estaba realmente loco, pensó Max. Los invitados se animaron con la vista. Sonriendo, comentando la belleza de la nieve, tratando de tomar fotografías con sus pulseras inteligentes. Alguno, probablemente con un par de copas de más, incluso aplaudió. Max sonrió para sí mismo. Esto le daba a la noche un aire más mágico, por lo menos. Extendió la mano fuera de la barandilla, tratando de coger uno de los efímeros copos. Pero el copo nunca llegó.

Extrañado, Max agitó la mano. Fue capaz de mover algunos copos de nieve. El resto siguieron inmóviles, flotando en el aire. Se giró espantado. Los huéspedes estaban también quietos, como estatuas de carne y hueso. Una mujer riendo a carcajadas, inmovilizada con la boca muy abierta. Un camarero tropezando con una bandeja en la mano, sin que el chorro de bebida derramada llegase a tocar el suelo. La copa de Max ya no burbujeaba. También la música de piano había cesado. El mundo se había vuelto de pronto silencioso. Y llenando todo el espacio, como pequeñas estrellas que habían quedado congeladas, la nieve que nunca acababa de caer.

Max dio unos pasos cautelosos. Al andar los copos de nieve se apartaban de su camino, arrastrados por el aire, pero no reanudaban su movimiento vertical. Se acercó a dos invitados, paralizados en un momento de conversación. Pasó la mano por delante de sus caras.

—¿Hola? —preguntó con voz temblorosa.

Ninguna respuesta.

Retrocedió instintivamente. ¿Qué estaba pasando? ¿Algo en la bebida? Miró la copa en su mano, con las burbujas inmóviles igual que dentro de un cubito de hielo. Pero, si introducía un dedo en el líquido, era obvio que no estaba en absoluto congelado, y por un momento volvía a notar el cosquilleo del gas escapando. Dejó la copa sobre la barra, casi sin creérselo. El camarero estaba detrás, con una sonrisa y la mirada perdida en el infinito.

Max se adentró en la mansión. Lo mismo había ocurrido dentro. Todos los huéspedes estaban inmóviles. Le parecían maniquíes en una galería de moda, así vestidos. De repente le asaltó una idea urgente. ¡El año nuevo! Max corrió en busca de una pantalla de televisión. Allí estaba: mostrando el reloj que daría las campanadas. También inmóvil. Cinco minutos para medianoche y el mundo al completo se había detenido.

Salió a la calle, mareado y respirando con fuerza. La cabeza le daba vueltas. ¿Estaba muerto? ¿O es que acaso el universo se había vuelto loco y le estaba gastando una broma pesada? Recorrió la calle cuesta abajo, hacia el valle de casas blancas, tratando de tranquilizarse. Una estrecha acera acompañaba a la carretera solitaria. En torno a la luz de las farolas que le salían al paso, los copos de nieve se veían aún mejor. Lo estaban volviendo loco. Cubrían todo el valle y se extendían hasta perderse en el cielo, en ese naranja horrendo reflejado en las nubes. Max sentía el peso de aquella maraña blanca sobre él. No era real. Le costaba respirar. Tuvo que sentarse en la acera. Intentó hablar para calmarse: «Estoy en un sueño. Me quedé dormido y no llegué a ir a la fiesta. ¿Por qué iba a ir? Seguro que es eso. Nada más. Pero ¿y si es verdad? ¿Puede pararse el mundo? ¿Y por qué yo no? ¿He cometido algún pecado tan grande?». Cada vez respiraba más rápido. De pronto, una idea.

¡El coche! Max volvió a subir la cuesta lo más rápido que pudo. Si quería andar  hasta la ciudad tardaría demasiado; necesitaba un vehículo. Llegó resollando de vuelta a la mansión. ¿Dónde estaba? Un empleado lo había aparcado en alguna parte. Al fin lo encontró. Introdujo la llave en la cerradura, para no confirmar su temor de que el mando a distancia no funcionara. Sonó un pitido y la puerta se abrió. Por fin, algo de lógica en esa noche de locos. Se sentó y logró arrancar el motor a la primera. Suspiró, aliviado y, ahora sí, con sus nervios bajo control.

Descendió por la carretera a baja velocidad. No sabía qué podía encontrar, y la nevada era intensa. Los copos de nieve chocaban contra el parabrisas de forma extraña. El ángulo no era el correcto, pero eso solo lo sabía de forma subconsciente.

Poco a poco comenzaron a aparecer más casas a ambos lados de la carretera. Las luces estaban encendidas, pero Max no podía saber si había actividad dentro. Finalmente la carretera dio paso a una avenida más amplia que bajaba hacia el centro de la ciudad. Había pocos coches y aún menos peatones en las aceras. Los que no estuvieran en la plaza estarían en sus casas, esperando al año nuevo. Pero, al igual que en la fiesta, todas las personas con las que se cruzaba estaban paralizadas. Tuvo que esquivar algunos coches aparentemente aparcados en mitad de la carretera. Sus conductores estaban al volante, mirando hacia el frente como si no ocurriera nada extraño en absoluto. Max se detuvo durante varios minutos delante de un semáforo hasta darse cuenta, con fastidio y algo de vergüenza, de que no iba a ponerse en verde.

Rondó por las calles buscando cualquier muestra de vida. Peinó las avenidas principales y se adentró en toda clase de callejuelas, sin éxito. Llegó hasta la parte más baja de la ciudad: el paseo marítimo. O, mejor dicho, el barrio junto al enorme dique de hormigón que cerraba el valle para impedir que las aguas se llevaran por delante la ciudad. El deshielo de las últimas décadas suponía ya un problema serio para muchos lugares como aquel. Un problema que solo iba a complicarse en la próxima mitad del siglo. Y la superpoblación comenzaba a provocar una escasez de recursos que, a pesar de lo que demostrase la fiesta de allá arriba, ya estaba en las mentes de todos los habitantes del primer mundo. No tenía sentido sufrir por ello ahora, pensó Max, no si el mundo no volvía a avanzar.

Después de lo que le parecieron horas —no tenía modo de saber cuánto había durado su búsqueda— terminó dándose por vencido. Decidió ir a la plaza del reloj. Quería sentirse rodeado de gente, aunque fuera en ese estado catatónico. Aparcó el coche en buen sitio, solo por si el tiempo volvía a su cauce por sorpresa, y caminó hacia el centro de la ciudad, donde las calles estaban cortadas al tráfico. Pasó por delante de una pareja de policías, incapaces de verlo. La plaza estaba tan abarrotada como había imaginado. La multitud se agolpaba frente al gran edificio del reloj, el mismo que antes había visto en el televisor. Seguía marcando cinco minutos para medianoche. Max se coló con esfuerzo por los pocos huecos entre la gente. ¿Esos cuerpos inmóviles se romperían si los tocaba? Se sintió tentado de hacer la prueba, pero se contuvo. Y cuando llegó al centro de la plaza, en mitad de toda aquella gente congelada, se paró. Miró hacia arriba. La nieve seguía en su eterna caída. Sintió que las lágrimas le venían a los ojos. ¿Estaba atrapado para siempre?

—¡Eh, tú! —gritó una voz aguda.

Max miró a un lado y al otro, sobresaltado.

—¡Aquí! —insistió la voz.

Max se dio cuenta de que provenía de la torre del reloj. En una ventana un piso por debajo de la esfera, una mujer de cabellos rubios agitaba los brazos.

Saltó de alegría. Lo más rápido que pudo, serpenteando entre la multitud, Max alcanzó la enorme puerta del edificio. Dos guardias uniformados la cercaban, pero la abrió sin quejas por su parte. Encontró unas escaleras de caracol y las subió de dos en dos escalones, emocionado. Después, más cansado, las acabó de subir de uno en uno. Llegó a una portezuela abierta donde lo esperaba la mujer. Ahora, de cerca, apreció lo joven que era, y sus ojos de un azul cortante.

—¿Quién eres? —preguntó Max.

Ella lo observó de arriba abajo. Soltó un murmullo de aprobación y dijo:

—Tú eres Maximilian Dutch.

Él asintió, boquiabierto. Sospechó lo que había ocurrido y reformuló su pregunta:

—¿Qué eres?

La muchacha se giró y volvió dentro de la sala. Max la siguió. Lo que encontró dentro no lo desconcertó más que el resto de eventos de la velada: una fantasmagórica esfera flotante de luz multicolor, de al menos dos metros de diámetro, que parecía representar la Tierra girando en su eje. Había varios puntos marcados de un azul brillante. Uno de ellos era, qué sorpresa, la ciudad en la que se encontraban.

—Tú has hecho esto.

La chica asintió.

—¿Eres un ángel? —insistió él.

—Puedes decirlo así. —Miró a Max con una sonrisa sincera.

—¿Pero por qué?

—Oh, simples labores de mantenimiento —explicó la chica, volviendo su atención hacia la pequeña Tierra—. Una vez al año hay que corregir pequeños defectos. Para que todo siga como debe ser.

Max se asomó a la ventana. Desde allí se veía por completo a la multitud en la plaza, expectante por un año nuevo que no llegaba.

—¿Y por qué hoy?

El ángel se encogió de hombros.

—Es el único día en que todos estáis atentos a otra cosa. Nadie notará si le falta un segundo.

Por supuesto, comprendió Max, el tiempo no estaba congelado, solo ralentizado hasta el infinito. Era casi lo mismo.

La chica tocó la esfera terrestre. Donde se posaron sus dedos aparecieron glifos y luces intermitentes, fluidas, que giraban en torno a sus yemas como pequeños espíritus. Frunció el ceño y volvió a mirar a Max.

—Parece que el fallo que estaba buscando eres precisamente tú.

—¿Yo? —repitió Max.

—No te has detenido como los demás porque ha habido un pequeño salto en tu línea temporal. Un cortocircuito. Dime, ¿te has encontrado recientemente en situaciones que parecían muy improbables?

—¿Aparte de ahora mismo? —rió. La chica no cambió su expresión.

Max pensó. Claro, la fiesta. ¿Cómo si no iba él a acabar ahí, rodeado de famosos? Resultaba que todo sí que había sido un error, al fin y al cabo.

—Ya veo —dijo ella, después de que Max le explicara su situación—. Un desajuste menor, seguramente accidental. Puedo corregirlo y mandarte de vuelta a la fiesta.

—Espera, espera —Max la paró, agitando las manos con urgencia. La chica detuvo los gestos que estaba realizando sobre la proyección de la Tierra—. Si de verdad eres un ángel, podrás ayudarnos. El cambio climático, las guerras.

La mirada de la muchacha se tornó realmente triste. Compasiva, pensó Max. Como de alguien que sabe no poder ayudar a un animal herido.

—Mi trabajo —dijo ella, con un hilo de voz— es mantener el mundo en su sitio. Lo que hagáis con él depende únicamente de vosotros. Ahora y para siempre.

Apenado, Max se acercó una vez más a la ventana. Toda aquella gente feliz, esperando el año nuevo, entusiasmada por el futuro. Pero en unas décadas tendrían que abandonar esa ciudad, si el nivel del agua no dejaba de aumentar.

—Nada es para siempre —dijo Max.

El ángel se situó a su lado.

—Al contrario, todo es para siempre. Cada instante, como este, solo va a ocurrir una vez y nunca podrá cambiarse. —Hizo un amplio gesto, abarcando a todos en la plaza—. Las vidas de estas personas son solo suyas, y yo no puedo afectarles en modo alguno.

Durante unos segundos Max meditó sobre eso. Después se giró hacia la muchacha.

—Está bien —Esta vez su voz era segura—, arregla el fallo. Devuélveme a donde debo estar.

Ella lo entendió.

—¿Estás seguro? —preguntó, volviendo hacia su panel de mandos.

—Sí. ¿Volveremos a vernos?

La chica sonrió.

—No, si hago bien mi trabajo.

Max no tuvo tiempo de despedirse. Un parpadeo y estaba abajo, en la plaza, rodeado de gente gritando y  cantando y celebrando. Su novia le agarraba del brazo. La nieve caía sobre un ciudad llena de vida. Pronto la humanidad tendría que hacer frente a nuevos desafíos, pero habría también un momento para eso. Por ahora, Max estaba justo donde quería estar.

Cinco minutos para medianoche, y la cuenta atrás había comenzado.

20 dic 2018

Paciencia

La luz blanca ilumina desde arriba los rostros presentes en la habitación. Acentúa las ojeras y las arrugas, el cansancio. Estoy sentado en la sala de espera del hospital, rodeado de otras tantas personas que, a través del malestar y el hastío, esperan su inevitable turno. Esperan, porque no les queda otra cosa más que esperar.

La mujer que tengo frente a mí, fundida en uno de los incómodos asientos de plástico, se llama Rocío. Su ceño fruncido y sus ojos distantes no son producto de la preocupación por sí misma. Ha venido a traer a Felipe, su hijo de diez años. Lo han devuelto de las clases extraescolares de por la tarde con un fuerte dolor de cabeza. Ahora tiene una fiebre de casi cuarenta grados y Rocío no entiende el por qué. “Ayer mismo estaba perfectamente”, me asegura. “Ha sido así, de repente”. El niño está echado entre otro asiento y el suyo, con la cabeza apoyada en el regazo de la madre. Ella le acaricia el pelo con suavidad. A ratos, cuando por casualidad nuestras miradas aburridas se cruzan, Rocío me sonríe. La complicidad de los pacientes que no tienen nada que hacer.

El joven de mi lado, Sergio, exhibe una mano vendada. Me explica que se ha lesionado con una caída mientras practicaba skate. En el centro de salud le han inmovilizado la muñeca y lo han derivado aquí para que le hagan una radiografía. Lleva esperando dos horas. Me recuerda a mi propia niñez, cuando solía patinar con mi hermano por el camino a la orilla del río. Cuántos esguinces de tobillo y cuántas muñecas abiertas. Deberíamos haber sido más cuidadosos, pero éramos unos críos y no teníamos cabeza. Supongo que ahora lo pago, en ocasiones, las noches más frías del invierno. Aun así, no cambiaría nada. Juntos, en silencio, el chico y yo seguimos esperando.

Al otro lado de la salita de espera hay una adolescente. Ha cerrado los ojos y está apoyada contra la pared. Dos amigas de su edad la acompañan. ¿Es que ahora salen de fiesta también entre semana? ¿Y por la tarde? Aunque no soy quién para juzgar. Las dos compañeras parecen muy preocupadas por su amiga. Es una suerte que tenga a alguien que cuide de ella.

Separados de mí por un par de asientos, en la dirección contraria a Sergio, el tullido, hay una parejita de ancianos. El hombre, con los ojos entrecerrados del cansancio, se sujeta la cabeza con una mano. La mujer apoya la suya en su hombro. Se llaman Sara y Juan. Ella intenta alentarle diciendo que pronto los atenderán. Nadie tiene claro realmente cuándo será eso. Al preguntarles, me cuentan que las migrañas de Juan son más intensas desde hace un mes. Los doctores aún no saben la razón, pero la mirada de Sara sí la sabe. Los dolores solo van a empeorar. Temo que ese sea también mi final algún día.

Continúan pasando las horas. Rocío y su hijo ya se han ido. La muchacha de la esquina, flanqueada por sus inseparables compañeras, también. El skater me sigue haciendo compañía. Resopla de vez en cuando, impaciente por su turno. “Si ya sé que la mano no está rota”, repite. “Pero es que insisten en sacarme la radiografía de las narices. Por si acaso”.

Entretanto han llegado nuevas personas. Una mujer trajeada que se ha mareado en mitad de una reunión. Un chaval de gafas que acompaña a un amigo, con una fea quemadura en el antebrazo. Más ancianos, cada uno más arrugado que el anterior, cada uno más cansado y más enfermo y más hipocondríaco. Hablo con unos y con otros. Me cuentan sus dolencias con todo lujo de detalles. No hay otra forma de matar el tiempo en esta sala. Se suceden las horas y, poco a poco, les va llegando el turno a todos. Al fin se llevan a mi joven amigo para hacerle su radiografía.

Ya es de noche. Acaban de llamar al último paciente que compartía espera conmigo. Vacía, la habitación de paredes azules y bancos de plástico es aún más lúgubre. Aquí se viene a esperar, a sufrir en silencio con una mezcla de impaciencia y de temor por el resultado que revele el médico. Ya solo quedo yo.

¿Y qué me ocurre a mí, el último paciente? No me han llamado, porque no he pedido turno. Quizá mi única dolencia sea la soledad. Cada tarde vengo a este hospital y acompaño a los enfermos y los aburridos. Ni siquiera hablo con ellos, no realmente. Me basta con verlos e imaginar sus historias, el camino que los ha llevado hasta aquí. Un grupo de desconocidos, unidos por un sufrimiento común, esperando durante horas para no volver a cruzarse después. No sé si se llaman Rocío, Sergio o Juan, pero los detalles no importan. Lo sé todo con lo que dicen sus gestos y sus miradas. Sin mediar palabra, en su momento más vulnerable, me revelan su vida entera. Espero que a ellos mi compañía les resulte igual de reconfortante. En parte, sigo viniendo por eso.

Al fin y al cabo, aquí no hay otra cosa que hacer.

17 ago 2018

La otra vida

La carretera abierta ante él. El cielo estrellado. El viento zumbando en sus oídos al entrar por la ventanilla bajada. Olía a verano, a calor y a diversión. Iba solo, de camino a una fiesta. Le aguardaba la noche de su vida. Sin esperarlo, dos ojos brillantes aparecieron sobre la carretera. ¿Una vaca? Un volantazo desesperado. ¿De dónde había…?

Supuso que debería sentir dolor, pero no era así en absoluto. Notaba que estaba tumbado sobre algo blando. Una sábana fina y ligera le cubría los ojos, como una gasa. La apartó con una mano y al instante quedó cegado por una intensa luz. Oía voces a su alrededor, pero no podía comprender las palabras. Cuando sus ojos se adaptaron al brillo, pudo ver que estaba en una especie de hospital, echado sobre una camilla. Frente a él había un hombre vestido con un atuendo de cirujano. Su cara estaba casi cubierta por la mascarilla azul y el gorro, pero sus ojos estaban expuestos. Unos ojos de iris dorados, sobrenaturales. El hombre pronunció una frase ininteligible. Después Miguel sintió un terrible pinchazo en los oídos, que cesó tras una fracción de segundo.

—Eso está mucho mejor —dijo el cirujano con tono satisfecho, y Miguel lo entendió.

No podía dejar de mirar los ojos del hombre. Nunca había visto a alguien así. Si no hubiera sido porque el cirujano llevaba la cabeza cubierta, Miguel también se habría extrañado por su cabellera naturalmente azul.

—Muy bien, hagamos una prueba —dijo el hombre—. ¿Nombre y fecha de nacimiento?

Miguel se demoró en responder. Se quedó mirando al hombre, sin más. ¿Cómo había llegado ahí? El cirujano le apremió a que hablara y dijo, no sin cierta confusión por la pregunta:

—Miguel de la Vega. Mil novecientos noventa y cinco.

—Correcto —dijo el cirujano, apretando botones en una especie de tableta transparente que había a los pies de la camilla de Miguel.

«Nos llegan muchos jóvenes de esa época», añadió el hombre en voz baja. Antes de que Miguel pudiera decir nada, volvió a dirigirse a él:

—¿Puedes levantarte, por favor? Vamos, no hay tiempo que perder.

Miguel lo miró con confusión. ¿Levantarse, tan pronto? Pero había sufrido un grave accidente, ¿no era así? De ahí el hospital, la camilla y el doctor. ¿Cuánto tiempo había pasado inconsciente?

Si Miguel no hubiera estado tan absorto en sus pensamientos y en la incógnita de los ojos del cirujano, se habría fijado antes en que la sala donde se encontraban era grande, más grande que ninguna otra en la que había estado jamás. Cientos de camillas idénticas se extendían a un lado y al otro, con cientos de pacientes confusos y cientos de doctores impacientes.

Miguel hizo un esfuerzo por moverse. Se sentó a un lado de la camilla. Después, vacilante, se puso en pie. Le pareció oír un leve zumbido eléctrico al moverse, pero lo achacó a los extraños monitores que había junto a su camilla. Miró al hombre, que seguía pulsando botones en la tableta. Él le devolvió la mirada con un aire de sorpresa.

—Oh, sí. Fantástico. Por favor, levanta el brazo izquierdo. —Miguel lo hizo—. Así. Ahora el derecho. Muy bien, ya casi estamos. Voy a activar las funciones táctiles, a ver qué tal.

Miguel se sobresaltó porque de pronto sintió el suelo duro y frío bajo sus pies. Miró hacia abajo alarmado. Sus pies, descalzos, estaban pálidos. Además, su piel tenía un aspecto extraño, enfermizo. Parecía más bien un plástico blando que pretendía pasar por piel y no lo lograba del todo. ¡Y no solo en sus piernas! También sus brazos tenían ese aspecto. Estaba cubierto por un camisón, pero Miguel temió que todo su cuerpo tuviera esa apariencia. Miró al cirujano con horror.

—Pero ¿qué está pasando aquí? —gritó mientras hacía aspavientos con los brazos—. ¿Qué me han hecho? ¿Dónde está mi familia? ¿Qué ha pasado con mi coche? ¿Y por qué tiene los ojos dorados, por el amor de Dios?

—Oh, me alegra que te hayas fijado en mis iris —dijo el cirujano, ignorando las demás preguntas—. Son nuevos, ¿sabes? Y los conseguí muy baratos. ¡He tardado menos de quinientos ciclos en pagarlos!

—¿Qué significa eso? —dijo Miguel, al borde del colapso.

El cirujano levantó una mano.

—Bueno, bueno, ya basta de preguntas. Otros te lo explicarán mucho mejor que yo.

Pulsó un botón más en su tableta. Miguel intentó hablar, pero solo emitió un gruñido gutural. Se tocó el cuello aterrorizado. Quiso preguntar qué estaba pasando. Quiso gritar y llamar la atención de todo el mundo, pero no pudo.

—Se supone que no puedo charlar mucho con los recién llegados. —El hombre le guiñó un ojo—. Pero claro, me gusta mucho hacerlo. Oh, no olvides esto.

Con una pinza colgó del camisón de Miguel una tarjeta en la que se leía, en grandes letras rojas: «MIGUEL». Debajo, más pequeño, había un código numérico de doce dígitos. Miguel lo miró con extrañeza.

—Si alguna vez la pierdes —dijo el doctor—, pásate por Control y pide otra. La tarjeta es solo para el cara a cara. Todos los asuntos oficiales, con esto. —Tocó la muñeca izquierda de Miguel donde, desconocido para él, había un microchip con toda la información concerniente a su persona.

Otro hombre enmascarado llegó y agarró a Miguel del brazo. Tiró de él para llevárselo. Miguel tuvo la intención de impedirlo, pero el hombre tenía una fuerza considerable. Miró al cirujano. Quería pedirle ayuda, aunque no podía. El cirujano, del que, se dio cuenta, ni siquiera sabía el nombre, era su único punto de apoyo en esos momentos. Él sabría qué hacer. Él sabía por qué de repente era incapaz de hablar, por qué su piel estaba tan rara y cómo había llegado a aquel sitio.

De nuevo intentó gritar, pero solo se oyó ese horrible sonido. El cirujano se limitó a sonreír y despedirle con la mano. Cuando estuvo lejos, Miguel vio cómo le traían un nuevo paciente. Después cruzaron una puerta y ya no lo vio más.

La escena se repetía a lo largo y ancho de la sala. Los doctores atendían a sus pacientes, les hacían unas pruebas y los mandaban por aquella puerta. La mayoría pataleaban e intentaban escapar. Unos pocos, quizá más por su confusión que por complacencia, seguían las instrucciones sin rechistar.

El hombre que tiraba de Miguel lo soltó y le indicó una dirección. Miguel, por inercia, siguió a la multitud de cabezas rapadas y camisones blancos a través del pasillo. Los hicieron pasar a una sala más pequeña, repleta de sillas de plástico mirando hacia una gran pantalla apagada en una pared. Miguel se dejó caer en una silla al azar. Se sentía muy cansado. Quería volver a casa, ver a su familia y reposar. Fue entonces, en esa situación más calmada, conforme los asientos vacantes se iban llenando, que se fijó por primera vez en los demás pacientes. Todos tenían el mismo aspecto: la cabeza calva, los ojos pequeños y hundidos y, lo que era aún más terrible, llevaban algún tipo de mascarilla, mitad bozal y mitad altavoz.

Miguel se tocó la cara para descubrir, con horror, que él también llevaba uno de esos aparatos. Intentó descolgárselo, pero no estaba atado con ninguna cuerda. No podía arrancárselo de la boca. Gritó y solo emitió aquella espantosa voz ahogada.

La pantalla de la pared se encendió de golpe. Miguel miró a su alrededor y vio que todas las sillas estaban ya ocupadas y alguien había cerrado la puerta. Centró su atención en la pantalla, que mostraba un fondo azul y las siluetas coloreadas de varias personas. Una voz etérea habló:

—Bienvenidos a Cielo. Lamentamos las molestias que hayan podido sufrir durante el traslado. Es normal si se sienten desorientados. No teman, todo peligro ha pasado ahora.

No pareció que esas palabras calmaran a ninguno de los presentes. La voz siguió hablando, mientras que en la pantalla aparecían figuras y diagramas explicativos:

—Nos encontramos en el ciclo ciento treinta y cuatro mil quinientos doce de la Era Solar. En su infinita sabiduría, las Supermentes descubrieron la clave de la eterna juventud hace ya más de veinte mil ciclos. —Miguel supuso que las Supermentes serían alguna clase de ordenador, lo que, en realidad, no podía ser más erróneo—. Una vez hecho esto, sintieron lástima por todas las personas que habían fallecido antes de poder ser ascendidas y desearon salvarlas también. Cielo es la respuesta a ese deseo: un paraíso terrenal, donde todas las almas perdidas pueden vivir para siempre. Con la tecnología de barrido temporal de las Supermentes, podemos recuperar a los individuos en el momento justo de su fallecimiento.

Miguel creyó entenderlo a un nivel muy superficial. No había sobrevivido al accidente. Lo de allá fuera parecía un hospital, pero no era eso. Efectivamente, había muerto, pero lo habían rescatado de algún modo y ahora estaba en el espacio, o en el futuro, o algo así. La idea de su propia muerte le agobió mucho menos de lo que esperaba. Por primera vez desde que había llegado, sintió un atisbo de alivio. ¿Qué más daba si no era el Cielo de verdad? Era lo más parecido que podía pedir.

La voz incorpórea seguía hablando:

—…a todos a la vez. El proceso es gradual. ¡Enhorabuena, han sido los rescatados del día!

Un murmullo de aprobación se extendió por la sala. Miguel recordó los horribles aparatos que tapaban sus bocas y su optimismo se manchó con una pizca de inquietud.

—Por supuesto, la inmortalidad tiene un precio. Los primeros cien ciclos se dedicarán en pagar los cuerpos sintéticos que les hemos proporcionado. ¡Pero no teman! El tiempo ya no significa nada para ustedes. Y una vez terminen su periodo introductorio en Cielo, se les retirarán los frenos vocales y podrán elegir un camino propio. —En ese momento en la pantalla aparecieron imágenes de personas muy variadas realizando distintas actividades—. ¿Desean vivir en una bucólica escena en las montañas? ¿Explorar los fondos oceánicos o los confines del cosmos? ¿Disfrutar de todos los productos audiovisuales de los últimos cien mil ciclos? ¡Cielo tiene todo lo que puedan desear! La eternidad es mucho tiempo, disfrútenlo como deseen. Al precio adecuado, por supuesto.

Sobre las imágenes de la pantalla aparecieron cifras. Un coche volador, trescientos ciclos. Una casa para dos personas, dos mil quinientos ciclos. Una excursión a las lunas de Júpiter, ¡diez mil ciclos! La idea perturbaba a Miguel profundamente. Si realmente era inmortal, diez mil años de trabajo no significaban nada. Pero no dejaban de ser diez mil años.

Hubo una sacudida. Sin que lo supiera, la sala había ido descendiendo como un ascensor. La puerta trasera volvió a abrirse y los compañeros de Miguel se fueron levantando y saliendo. Él fue de los últimos en salir. Fuera el sol brillaba con fuerza y la vista se extendía hasta unas lejanas montañas. Todo lo que se veían eran campos verdes y el cielo azul. Detrás de él estaba el imponente edificio del que había salido, una mole blanca y gris que tocaba las nubes. Un gran letrero a un lado rezaba: «Bienvenidos a Marte, colonia agrícola».

—¡A ver, novatos! —gritó un hombre grande de uniforme, con los ojos verdes pistacho y el pelo muy corto—. Las Supermentes necesitan recursos, y vosotros tenéis que pagar esos cuerpos nuevecitos que os han dado. Sé que parece duro, pero no os preocupéis. Todos hemos pasado por ello una vez.

El hombre dividió a los recién llegados en varios grupos. Les dieron monos de trabajo de distintos colores para que se quitaran los camisones y se cambiaran. Miguel tuvo cuidado de colgarse en su nueva indumentaria la tarjeta con su nombre. Esas letras grandes y rojas eran lo único que quedaba de su vida. Tuvo un momento de nostalgia por su hogar. ¿Estaría también su familia en Cielo? Quizá habían llegado hacía mucho, o tal vez aún no los habían resucitado. La presentación había mencionado que era algo gradual.

—¡Oye, tú! —lo llamó el hombre de uniforme—. Sí… Miguel. Te ha tocado minas. Ve con esos de ahí.

Lo montaron en un coche conducido por otro hombre de uniforme. Este tenía unos curiosos tatuajes por todo el cuerpo. Cuando se dio cuenta de que Miguel los miraba, le dijo:

—Ah, ¿te gustan? Son temporales. Me gusta irlos cambiando cada ciclo. Deberías probarlos cuando acabes tu introducción.

Miguel miró hacia otro lado y no volvió a interactuar con nadie durante todo el trayecto. Llegaron a una mina a cielo abierto. En el fondo de la excavación se veía a numerosas personas como ellos, con sus cabezas calvas y sus monos de colores, picando la piedra en busca de minerales valiosos. El conductor del coche le dio un pico a Miguel y lo mandó abajo.

Nunca había trabajado en una mina, ni siquiera se le había ocurrido la idea de hacerlo. Sin embargo, era como si su cuerpo ya estuviera naturalmente acostumbrado a los movimientos. Picaba la piedra y la montaba en una carretilla, que otro compañero subía y bajaba desde la mina incansablemente. Ese cuerpo sintético no se agotaba. No necesitaba comer ni dormir. Solo trabajar. Trabajar para pagar su propia vida inmortal. Trabajar cien ciclos para ser libre y luego trabajar en otra cosa.

Picaba la piedra en silencio. Dejó pasar el tiempo, esperando el ansiado final de su introducción. Un día, cualquier día, porque todos se acababan mezclando, Miguel pensó por última vez en su anterior vida. Ahora tenía una nueva. La de verdad, porque la otra había acabado, pero esta duraría para siempre.

30 jul 2018

El recuerdo de la piedra

Las piedras permanecían inmóviles, en silencio, tal y como habían sido dispuestas décadas atrás. El aire vibraba con el lejano canto de los pájaros y el zumbido de los insectos. Una luz dorada y mortecina se filtraba entre las copas, proyectando sombras alargadas sobre el suelo verde y gris. Una suave brisa, la justa para mecer las oscuras hojas del bosque, silbaba entre los árboles y las lápidas.

Recuerdos de otra época, de vidas pasadas, la naturaleza ya empezaba a reclamar lo que era suyo. El musgo cubría las losas y la hiedra estrangulaba los rostros de las estatuas de ángeles y santos.

Los viejos habitantes del camposanto, que desde hacía tanto tiempo descansaban bajo esa tierra, habían desaparecido ya de la consciencia humana. Pronto les seguirían aquellas marcas, algo más duraderas, pero en última instancia igual de efímeras, que recordaban sus nombres y apellidos, sus caras y las vidas que tuvieron y dejaron atrás. El cementerio del bosque, olvidado incluso por las manos que lo construyeron, manos que en muchos casos ya tampoco estaban, se hundía en su propio descanso eterno.

Los pájaros callaron sin previo aviso. Una agitación sacudió el bosque. Los árboles temblaron, las nubes se revolvieron allá arriba. Después el aire volvió a su calma habitual, hinchado de trinos y susurros lejanos. Pero algo había cambiado. Una antigua energía, que siempre había estado ahí mismo en otra forma, renacía ahora.

Una mano huesuda empujó lentamente la lápida que la cubría. La piedra rechinó contra la piedra. La hiedra luchó antes de ceder. Finalmente, la losa cayó a un lado con un estruendo amortiguado por la vieja capa de hojas que tapizaba el suelo. Lo mismo ocurrió por todo el cementerio. De uno en uno, sus viejos habitantes abrieron las prisiones que se les había impuesto y salieron al aire libre que les había sido privado tanto tiempo atrás.

Se miraron unos a otros. Algunos se habían conocido en vida. Otros se saludaron por primera vez, intercambiando entre ellos una emoción silenciosa. Poco importaban el por qué y el cómo. Algún ritual antiguo, algún error nuevo. Lo crucial era lo que les esperaba ahora.

Con la lentitud de quien ha aprendido que el tiempo no le es un impedimento, los recién llegados, los recién devueltos, levantaron del suelo húmedo sus viejas lápidas de piedra, sus bustos y efigies. Con calma, asegurándose de hacerlo bien, pues solo lo harían una vez, las apilaron junto a la puerta del cementerio. Se formó así un muro hecho de las piedras que los habían protegido durante los largos años. Después, con su andar cansado, pero con júbilo, los renacidos siguieron el camino, antes de tierra y ahora hundido en la vegetación, que llevaba de vuelta a la ciudad.

Atrás quedaron las lápidas y todo recuerdo de sus vidas pasadas. Atrás quedó el dolor de los familiares, las tardes de visita, las flores y las misas. Todo aquello que durante su ausencia había recordado que una vez ellos también habían estado vivos. Ya no hacía falta que nadie los recordara. Los verían por sí mismos.

3 mar 2018

Las estrellas, infinitas

Tres son las preguntas que las criaturas vivientes se han repetido desde el momento en que cobraron conciencia. Quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos. Las preguntas más viejas de todas, y para las que cada persona, a lo largo de los eones, ha tenido su propia respuesta.

En aquel momento yo solo lo tenía claro acerca de la tercera pregunta. A dónde nos dirigíamos, aunque chocante en principio, era realmente muy simple: a un lugar seguro.  Eso era lo que importaba. Fueras de Gaia, Viltrax, Nobum o de cualquier otro de los diez millones de mundos habitados de la galaxia, tu objetivo en esos momentos sería seguramente el mismo que el de todos los demás: escapar de la destrucción.

Yo estaba apoyado sobre la barandilla cromada que separaba la cubierta de observación del abismo al otro lado. Entre el vacío del espacio y yo solo se interponían dicha barandilla y el casi imperceptible brillo de un doble campo de fuerza autoinversible. Las ventanas de cristal habían dejado de estar de moda varios millones de años antes de que yo naciera.

Estaba contemplando ensimismado las lejanas estrellas. Su luz era cálida pero apagada. Sabía que en otro tiempo había habido estrellas blancas e incluso azules. Esas eran las primeras que se habían apagado, al agotar todo su combustible y desaparecer asombrosamente en forma de supernovas. Incluso las estrellas enanas rojas, longevas y mucho más numerosas que aquellas, habían acabado sucumbiendo a una suerte parecida. Las pocas que quedaban eran las que yo podía ver desde el gran ventanal de la nave.

También sabía que existían otras galaxias como la nuestra. Los registros decían que incluso podían verse desde la vieja Tierra. Eran algo magnífico. Espirales de gas y polvo que brillaban en el cielo, recordándonos lo pequeños que éramos. Ahora la inflación cósmica las alejaba de nosotros tan rápido que su luz no podría alcanzarnos nunca más. Las galaxias se habían perdido en la oscuridad del espacio. A todos los efectos prácticos, no existían para nosotros. Claro que aún podríamos viajar a ellas saltando por el hiperespacio, pero ¿con qué fin? Al llegar solo veríamos lo mismo que aquí: los restos decadentes de las últimas estrellas.

Solté un suspiro. El campo de fuerza repelió las moléculas de aire y me lo devolvió. Pensé que pronto ya no pasarían más estas cosas. No más naves con campos de fuerza, no más corrientes de aire y no más personas que pudieran suspirar. El universo estaba muriendo. Cuando las estrellas restantes se apagaran, todo lo que existía tendería a estabilizarse en el estado de mínima energía. Un mundo monótono y congelado para toda la eternidad.

Decidí darme un paseo. Tomé una de las plataformas personales flotantes, que me llevó levitando a través de los corredores de la nave sin un rumbo fijo, tal y como le indiqué. Pasé cerca de la sala de máquinas. Como pasajero, no tenía acceso a ella, pero a través de la puerta pude vislumbrar por un momento el enorme motor de fusión. Mi mente seguía divagando. Desde tiempos inmemoriales, la fusión nuclear había sido nuestra principal fuente de energía. El poder de las estrellas, a nuestra total disposición. Incluso cuando desaparecieran todos los astros, podríamos acumular gas interestelar para iluminar nuestras naves y nuestras ciudades durante millones de años. Pero no serviría de nada. Al final, el gas también se acabaría. Solo podíamos retrasar lo inevitable. Por eso escapábamos ahora, incluso antes de que se apagaran las últimas enanas rojas. ¿Para qué esperar al fin del mundo?

La Eclipse era una de los últimos cruceros estelares que se habían construido y se construirían. Con cuatro kilómetros y medio de proa a popa, no era la nave más grande de la flota de la Federación, pero si era lo suficientemente extensa para albergar a un número adecuado de colonos. A bordo estábamos los afortunados o, según como se viera, los locos. Pero con el tiempo, tras este primer viaje inaugural, muchos nos seguirían en naves similares a lo largo de los años, hasta que todos los planetas de la galaxia fueran evacuados.

Acabé llegando a otra plataforma de observación; esta, en la parte frontal de la nave. Me apeé del deslizador para mirar bien por el ventanal. Enfrente de nosotros se alzaba la mayor obra de ingeniería de la que había sido artífice cualquier ser viviente: un anillo de diez kilómetros de diámetro, rotando lentamente sobre su propio eje. Lo impresionante no era su magnitud; yo mismo había visto estaciones espaciales muchísimo más grandes y complejas. Aquel anillo de metal de diseño enrevesado era especial porque era la puerta a nuestro futuro.

Sin que yo me diera cuenta, una joven de unos treinta años se había acercado a mí. Sin dejar de mirar hacia el anillo que ocupaba la mitad de nuestro campo de visión, me dijo:

—Increíble, ¿verdad? Saltar a un universo paralelo para escapar de la muerte del nuestro. —Yo asentí y ella siguió hablando—. ¡Y no solo viajar a otra realidad! También hacia atrás en el tiempo. Al comienzo de todo, cuando el universo era joven y el cielo estaba lleno de luz. Podremos volver a empezar. Infinitas estrellas a nuestro alcance.

—No infinitas —maticé yo—. Algún día volverán a acabarse.

—Pasarán miles de millones de años hasta entonces. ¿De dónde eres?

—Arcadia Prima.

—Ese es un planeta relativamente nuevo. Cuando se formó, ya se habían extinguido seis generaciones de estrellas. El sol de la vieja Tierra pertenecía a la segunda. ¿Entiendes lo que digo?

—Sí. El agotamiento de la energía del universo es tan lento que no podemos comprenderlo en términos humanos. Solo es que nos ha tocado nacer cuando ya está llegando a su fase final. Cuando crucemos esa puerta —dije señalando el anillo frente a nosotros— no tendremos que volver a preocuparnos nunca. Será cosa de los que vengan después de nosotros.

Miré a la chica. Sus largos cabellos plateados reflejaban las luces de la nave. Su piel oscura estaba moteada de manchas verdes, y ella me miraba con dos de sus ojos; los otros dos seguían posados en el anillo. Ella y yo éramos tan distintos de los viejos humanos como lo serían de nosotros aquellos que tendrían que preocuparse por el fin del próximo universo. Tenía razón, las estrellas que nos esperaban bien podrían ser infinitas.

—¿Quieres ver algo? —propuso ella.

Yo no tenía nada que hacer hasta la hora del salto, de modo que acepté. Tomamos una plataforma flotante y nos dirigimos a la sección de oficiales. Al ver mi sorpresa, la chica me explicó que ella era en parte responsable de la construcción del anillo. Por eso viajaba en el crucero inaugural. Me llevó hasta su camarote, más grande que el mío y con un proyector holográfico en el centro.

—No debería enseñarte esto, pero me muero por hablarlo con alguien y, de todas formas, en una hora habremos dejado de existir en esta realidad.

—¿No tendrías que estar en el puente de mando o algo?

—No, tranquilo. Todo mi trabajo con el anillo está hecho. Puedo relajarme como cualquier otro pasajero. Pero mira, mira.

Me mostró en la pantalla holográfica la imagen de una estrella común. O, al menos, común en el pasado. Era una enana amarilla, tipo espectral G2. En torno a ella orbitaban multitud de objetos, ocho de ellos claramente más grandes que los demás. Con un gesto de la chica, la pantalla agrandó uno de ellos. Era la vieja Tierra.

Nadie había visto jamás la vieja Tierra con sus propios ojos. Había dejado de existir hacía tanto tiempo que ni siquiera se recordaba ya dónde había estado una vez. Las galaxias habían cambiado hasta volverse irreconocibles. Pero, a pesar de todo, habíamos conservado los registros. Sabíamos cómo había sido la Tierra: sus continentes, su flora y su fauna, los viejos humanos y sus obras. Durante miles de millones de años nos habíamos expandido por el cosmos, pero sin olvidar el mundo de donde proveníamos.

La chica de pelo plateado pareció leerme el pensamiento.

—Crees que venimos de la vieja Tierra, ¿verdad?

—Lo sé, como todo el mundo. No es algo en lo que se crea o no.

Ella alargó mucho las palabras:

—Puede… que resulte… que eso no sea al cien por cien correcto.

La imagen de la pantalla se alejó de la Tierra y enfocó otro cuerpo rocoso cerca de la misma estrella.

 —Esto es Europa, un satélite natural de otro planeta del sistema estelar de la vieja Tierra.

—¿Qué tiene de especial?

—Fíjate. La superficie está helada, pero bajo el hielo hay un profundo océano de agua líquida. Los viejos humanos pensaban que podría darse la vida ahí. Pero, cuando empezaron a explorar el espacio, encontraron otra cosa sumergida en Europa.

El holograma destacó una pequeña región de la luna, hundida a varios kilómetros bajo el hielo. Parpadeando en naranja, apareció inequívocamente un anillo justo como el que ahora se situaba delante de nuestra nave. La chica habló, al ver que yo me había quedado sin palabras:

—Los estudios revelan que el metal es varios millones de años anterior a la roca del núcleo de Europa. Ya debía estar ahí cuando se formó el sistema de Sol. No tenemos constancia de ninguna especie alienígena tan antigua, de modo que sólo queda una opción.

Yo estuve a punto de atragantarme. Al final aventuré:

—Alguien vino de otro universo y lo construyó.

—Exacto. Esa es la puerta de regreso, exactamente igual a la que construiremos nosotros después del viaje de hoy, para fortalecer el vínculo con la que tenemos ahora y mantener abierto el canal entre los dos universos.

—¿Quieres decir que este viaje ya se ha hecho antes? ¿Que los viejos humanos en realidad venían de otra dimensión?

—No los viejos humanos. Recuerda que ese anillo es mucho anterior a ellos. Pero quizá estos… proto-humanos, o como los quieras llamar, sembraran la vida en la vieja Tierra. Igual esa era su forma de colonizar, como nosotros tenemos la nuestra.

Me dejé caer en una silla. Estaba confuso.

—Pero si hemos sabido que se podía viajar entre universos desde los tiempos de la vieja Tierra, ¿por qué hemos esperado tanto?

—No sabíamos para qué servía el anillo realmente. Estaba muy degradado. Solo sabíamos que lo tenía que haber construido alguien muy anterior a nosotros. Hemos cargado con este conocimiento durante toda la Historia, pero sin acabar de entenderlo. No fue hasta hace unos milenios cuando a alguien se le ocurrió la idea de que podría salvarnos de la crisis actual. Y, efectivamente, así fue. Los cálculos para el salto han tardado cientos de años. Yo sólo los he completado.

—¿Y por qué no he oído hablar de ese viejo anillo hasta ahora?

Ella se encogió de hombros.

—Eso no lo sé. Supongo que los poderosos no querían que se supiera. Imagina que a la gente le dices que todo lo que creían sobre su origen es mentira, y que nuestra única esperanza para salvarnos del fin del mundo lleva esa implicación. Somos pocos los que sabemos esto.

Yo medité unos instantes. La chica tenía razón. La creencia en la vieja Tierra y en los viejos humanos nos unía a todos, fueras del planeta que fueras. Revelar la verdad sobre nuestro origen podría acabar por separarnos y, en estos momentos más que nunca, teníamos que estar unidos por el mismo objetivo.

Le di las gracias por mostrarme lo que sabía y me marché. Sabía que volvería a verla; al fin y al cabo, tendríamos que pasar el resto de nuestras vidas construyendo la misma colonia. Volví a la plataforma de observación de la proa, ahora abarrotada de gente ansiosa por presenciar el histórico momento del salto.

El anillo había comenzado a girar más rápidamente, pero seguía sin dar muestras de actividad. A través de él brillaban las estrellas rojas. En aquellos últimos momentos en que podría verlas, me parecieron más bellas que en toda mi vida. Si bien antes creía saber la respuesta a la pregunta de a dónde íbamos, ahora había aprendido también la respuesta a la segunda: ¿de dónde veníamos? Veníamos de otro mundo, anterior a este, igual que ahora nos dirigíamos al siguiente.

Había llegado la hora. La luz de las estrellas comenzó a distorsionarse en mitad del anillo, dando paso a un remolino de oscuridad que poco a poco se hundió hacia el infinito. La Eclipse se adentró en aquel torbellino, estirándose a través del tiempo y el espacio. Para nosotros fue apenas una fracción de segundo, pero, cuando el saltó acabó, todo había cambiado. Emergimos al otro lado, rodeados de estrellas blancas y azules, de galaxias y de planetas fértiles preparados para albergar vida. Atrás quedaba un mundo agotado. Este era nuestro nuevo hogar, como antaño había sido la vieja Tierra para otros.

Sonreí. Solo en este cuadrante del cielo había más estrellas de las que yo había visto en toda mi vida. Y fue en ese momento, al presenciar el brillante universo que se abría ante nosotros, cuando al fin entendí la respuesta a la última pregunta. Era obvia, conocidas las otras dos.

¿Quién éramos? No éramos los viejos humanos, ni los que vinieron antes ni después. Eso no importaba. Éramos la vida, viajando en un ciclo eterno, saltando de un universo al otro cuando no nos quedaba otra opción. Los proto-humanos debieron de tener sus propios creadores que vinieron de otro mundo. Nosotros daríamos paso a nuestros propios descendientes, que algún día volverían a saltar. Así había sido siempre, y así tendría que seguir siendo. En distintas formas, la vida siempre perduraría. Esa era la respuesta a la última pregunta. Éramos la vida, infinita como las estrellas que nos daban la bienvenida.