La luz blanca ilumina desde arriba los rostros presentes en la habitación. Acentúa las ojeras y las arrugas, el cansancio. Estoy sentado en la sala de espera del hospital, rodeado de otras tantas personas que, a través del malestar y el hastío, esperan su inevitable turno. Esperan, porque no les queda otra cosa más que esperar.
La mujer que tengo frente a mí, fundida en uno de los incómodos asientos de plástico, se llama Rocío. Su ceño fruncido y sus ojos distantes no son producto de la preocupación por sí misma. Ha venido a traer a Felipe, su hijo de diez años. Lo han devuelto de las clases extraescolares de por la tarde con un fuerte dolor de cabeza. Ahora tiene una fiebre de casi cuarenta grados y Rocío no entiende el por qué. “Ayer mismo estaba perfectamente”, me asegura. “Ha sido así, de repente”. El niño está echado entre otro asiento y el suyo, con la cabeza apoyada en el regazo de la madre. Ella le acaricia el pelo con suavidad. A ratos, cuando por casualidad nuestras miradas aburridas se cruzan, Rocío me sonríe. La complicidad de los pacientes que no tienen nada que hacer.
El joven de mi lado, Sergio, exhibe una mano vendada. Me explica que se ha lesionado con una caída mientras practicaba skate. En el centro de salud le han inmovilizado la muñeca y lo han derivado aquí para que le hagan una radiografía. Lleva esperando dos horas. Me recuerda a mi propia niñez, cuando solía patinar con mi hermano por el camino a la orilla del río. Cuántos esguinces de tobillo y cuántas muñecas abiertas. Deberíamos haber sido más cuidadosos, pero éramos unos críos y no teníamos cabeza. Supongo que ahora lo pago, en ocasiones, las noches más frías del invierno. Aun así, no cambiaría nada. Juntos, en silencio, el chico y yo seguimos esperando.
Al otro lado de la salita de espera hay una adolescente. Ha cerrado los ojos y está apoyada contra la pared. Dos amigas de su edad la acompañan. ¿Es que ahora salen de fiesta también entre semana? ¿Y por la tarde? Aunque no soy quién para juzgar. Las dos compañeras parecen muy preocupadas por su amiga. Es una suerte que tenga a alguien que cuide de ella.
Separados de mí por un par de asientos, en la dirección contraria a Sergio, el tullido, hay una parejita de ancianos. El hombre, con los ojos entrecerrados del cansancio, se sujeta la cabeza con una mano. La mujer apoya la suya en su hombro. Se llaman Sara y Juan. Ella intenta alentarle diciendo que pronto los atenderán. Nadie tiene claro realmente cuándo será eso. Al preguntarles, me cuentan que las migrañas de Juan son más intensas desde hace un mes. Los doctores aún no saben la razón, pero la mirada de Sara sí la sabe. Los dolores solo van a empeorar. Temo que ese sea también mi final algún día.
Continúan pasando las horas. Rocío y su hijo ya se han ido. La muchacha de la esquina, flanqueada por sus inseparables compañeras, también. El skater me sigue haciendo compañía. Resopla de vez en cuando, impaciente por su turno. “Si ya sé que la mano no está rota”, repite. “Pero es que insisten en sacarme la radiografía de las narices. Por si acaso”.
Entretanto han llegado nuevas personas. Una mujer trajeada que se ha mareado en mitad de una reunión. Un chaval de gafas que acompaña a un amigo, con una fea quemadura en el antebrazo. Más ancianos, cada uno más arrugado que el anterior, cada uno más cansado y más enfermo y más hipocondríaco. Hablo con unos y con otros. Me cuentan sus dolencias con todo lujo de detalles. No hay otra forma de matar el tiempo en esta sala. Se suceden las horas y, poco a poco, les va llegando el turno a todos. Al fin se llevan a mi joven amigo para hacerle su radiografía.
Ya es de noche. Acaban de llamar al último paciente que compartía espera conmigo. Vacía, la habitación de paredes azules y bancos de plástico es aún más lúgubre. Aquí se viene a esperar, a sufrir en silencio con una mezcla de impaciencia y de temor por el resultado que revele el médico. Ya solo quedo yo.
¿Y qué me ocurre a mí, el último paciente? No me han llamado, porque no he pedido turno. Quizá mi única dolencia sea la soledad. Cada tarde vengo a este hospital y acompaño a los enfermos y los aburridos. Ni siquiera hablo con ellos, no realmente. Me basta con verlos e imaginar sus historias, el camino que los ha llevado hasta aquí. Un grupo de desconocidos, unidos por un sufrimiento común, esperando durante horas para no volver a cruzarse después. No sé si se llaman Rocío, Sergio o Juan, pero los detalles no importan. Lo sé todo con lo que dicen sus gestos y sus miradas. Sin mediar palabra, en su momento más vulnerable, me revelan su vida entera. Espero que a ellos mi compañía les resulte igual de reconfortante. En parte, sigo viniendo por eso.
Al fin y al cabo, aquí no hay otra cosa que hacer.