31 dic 2018

El momento

Max agitó con suavidad la bebida en su copa. Algo azul y burbujeante. El líquido emitió un siseo al explotar las burbujas de gas. Max se encogió de hombros y echó un trago. No estaba mal. Quizá más tarde pidiera otra de esas. O tal vez probara aquella bebida verde tan curiosa.

Se apoyó sobre la barandilla de cristal que coronaba el largo balcón blanco. La noche era fría y el cielo tenía ese feo color de las nubes iluminadas desde abajo por la contaminación lumínica. Desde allí se veía toda la ciudad, con sus hileras de casitas blancas, cubriendo el valle hasta el mar. Cerca de la costa se alzaban rascacielos a cada cual más alto. Sabía que entre aquellas torres, en alguna plaza que no era capaz de vislumbrar, se reunía una gran multitud para celebrar el año nuevo. Las campanadas sonarían en apenas unos minutos. ¿Y si estuviera allí, festejándolo en la calle con todo el mundo?

Se giró, dando la espalda a la vista del valle, y se apoyó con los codos sobre la barandilla. Echó otro trago a su vaso burbujeante. ¿Cómo es que había acabado en esa fiesta? La gran terraza de forma asimétrica estaba repleta de toda clase de personalidades famosas: aquel excéntrico presentador de televisión, los dos músicos que tanto le gustaban y con los que apenas se había atrevido a hablar, ese cocinero de renombre internacional. Alguien tocaba un piano blanco frente a la puerta de la terraza, junto a la barra de bebidas. Dentro de la casa había aún más invitados. Se rumoreaba que aquella noche incluso había estado de paso por la fiesta un príncipe de algún país oriental. Y, metido en mitad de todo aquello sin saber bien cómo, también estaba Max. Él era, en su propia opinión, un humilde artista que no tenía razón para estar rodeado de personas tan importantes. ¿Qué habían ganado sus esculturas? Pero su novia tenía unos contactos que, a su vez, conocían a otros y, de algún modo, habían acabado allí. Ella había dicho que era la oportunidad perfecta para darse a conocer y ganar la fama que merecía. Pero ahora ella se había largado a quién sabía dónde, Max se sentía demasiado incómodo para hablar con ninguno de los invitados y, sobre todo, no le apetecía pasar la primera noche del año cincuenta pensando en negocios. Era una noche demasiado importante para eso. ¡Dos mil cincuenta! Aquella fiesta celebraba que ya se había cumplido la primera mitad del vigésimo primer siglo. El padre de Max solía decir en broma, o eso le parecía, que nunca había esperado que llegaran tan lejos. Max debería estar en casa con él, no rodeado de esos esnobs. O, pensó, girándose de nuevo hacia el valle saturado de casas iluminadas y rascacielos, allá abajo.

Un copo de nieve se posó sobre la nariz del joven distraído. Pronto lo siguieron muchos más. El cielo nocturno se cubrió de motas blancas que caían con lentitud sobre el valle. El tiempo estaba realmente loco, pensó Max. Los invitados se animaron con la vista. Sonriendo, comentando la belleza de la nieve, tratando de tomar fotografías con sus pulseras inteligentes. Alguno, probablemente con un par de copas de más, incluso aplaudió. Max sonrió para sí mismo. Esto le daba a la noche un aire más mágico, por lo menos. Extendió la mano fuera de la barandilla, tratando de coger uno de los efímeros copos. Pero el copo nunca llegó.

Extrañado, Max agitó la mano. Fue capaz de mover algunos copos de nieve. El resto siguieron inmóviles, flotando en el aire. Se giró espantado. Los huéspedes estaban también quietos, como estatuas de carne y hueso. Una mujer riendo a carcajadas, inmovilizada con la boca muy abierta. Un camarero tropezando con una bandeja en la mano, sin que el chorro de bebida derramada llegase a tocar el suelo. La copa de Max ya no burbujeaba. También la música de piano había cesado. El mundo se había vuelto de pronto silencioso. Y llenando todo el espacio, como pequeñas estrellas que habían quedado congeladas, la nieve que nunca acababa de caer.

Max dio unos pasos cautelosos. Al andar los copos de nieve se apartaban de su camino, arrastrados por el aire, pero no reanudaban su movimiento vertical. Se acercó a dos invitados, paralizados en un momento de conversación. Pasó la mano por delante de sus caras.

—¿Hola? —preguntó con voz temblorosa.

Ninguna respuesta.

Retrocedió instintivamente. ¿Qué estaba pasando? ¿Algo en la bebida? Miró la copa en su mano, con las burbujas inmóviles igual que dentro de un cubito de hielo. Pero, si introducía un dedo en el líquido, era obvio que no estaba en absoluto congelado, y por un momento volvía a notar el cosquilleo del gas escapando. Dejó la copa sobre la barra, casi sin creérselo. El camarero estaba detrás, con una sonrisa y la mirada perdida en el infinito.

Max se adentró en la mansión. Lo mismo había ocurrido dentro. Todos los huéspedes estaban inmóviles. Le parecían maniquíes en una galería de moda, así vestidos. De repente le asaltó una idea urgente. ¡El año nuevo! Max corrió en busca de una pantalla de televisión. Allí estaba: mostrando el reloj que daría las campanadas. También inmóvil. Cinco minutos para medianoche y el mundo al completo se había detenido.

Salió a la calle, mareado y respirando con fuerza. La cabeza le daba vueltas. ¿Estaba muerto? ¿O es que acaso el universo se había vuelto loco y le estaba gastando una broma pesada? Recorrió la calle cuesta abajo, hacia el valle de casas blancas, tratando de tranquilizarse. Una estrecha acera acompañaba a la carretera solitaria. En torno a la luz de las farolas que le salían al paso, los copos de nieve se veían aún mejor. Lo estaban volviendo loco. Cubrían todo el valle y se extendían hasta perderse en el cielo, en ese naranja horrendo reflejado en las nubes. Max sentía el peso de aquella maraña blanca sobre él. No era real. Le costaba respirar. Tuvo que sentarse en la acera. Intentó hablar para calmarse: «Estoy en un sueño. Me quedé dormido y no llegué a ir a la fiesta. ¿Por qué iba a ir? Seguro que es eso. Nada más. Pero ¿y si es verdad? ¿Puede pararse el mundo? ¿Y por qué yo no? ¿He cometido algún pecado tan grande?». Cada vez respiraba más rápido. De pronto, una idea.

¡El coche! Max volvió a subir la cuesta lo más rápido que pudo. Si quería andar  hasta la ciudad tardaría demasiado; necesitaba un vehículo. Llegó resollando de vuelta a la mansión. ¿Dónde estaba? Un empleado lo había aparcado en alguna parte. Al fin lo encontró. Introdujo la llave en la cerradura, para no confirmar su temor de que el mando a distancia no funcionara. Sonó un pitido y la puerta se abrió. Por fin, algo de lógica en esa noche de locos. Se sentó y logró arrancar el motor a la primera. Suspiró, aliviado y, ahora sí, con sus nervios bajo control.

Descendió por la carretera a baja velocidad. No sabía qué podía encontrar, y la nevada era intensa. Los copos de nieve chocaban contra el parabrisas de forma extraña. El ángulo no era el correcto, pero eso solo lo sabía de forma subconsciente.

Poco a poco comenzaron a aparecer más casas a ambos lados de la carretera. Las luces estaban encendidas, pero Max no podía saber si había actividad dentro. Finalmente la carretera dio paso a una avenida más amplia que bajaba hacia el centro de la ciudad. Había pocos coches y aún menos peatones en las aceras. Los que no estuvieran en la plaza estarían en sus casas, esperando al año nuevo. Pero, al igual que en la fiesta, todas las personas con las que se cruzaba estaban paralizadas. Tuvo que esquivar algunos coches aparentemente aparcados en mitad de la carretera. Sus conductores estaban al volante, mirando hacia el frente como si no ocurriera nada extraño en absoluto. Max se detuvo durante varios minutos delante de un semáforo hasta darse cuenta, con fastidio y algo de vergüenza, de que no iba a ponerse en verde.

Rondó por las calles buscando cualquier muestra de vida. Peinó las avenidas principales y se adentró en toda clase de callejuelas, sin éxito. Llegó hasta la parte más baja de la ciudad: el paseo marítimo. O, mejor dicho, el barrio junto al enorme dique de hormigón que cerraba el valle para impedir que las aguas se llevaran por delante la ciudad. El deshielo de las últimas décadas suponía ya un problema serio para muchos lugares como aquel. Un problema que solo iba a complicarse en la próxima mitad del siglo. Y la superpoblación comenzaba a provocar una escasez de recursos que, a pesar de lo que demostrase la fiesta de allá arriba, ya estaba en las mentes de todos los habitantes del primer mundo. No tenía sentido sufrir por ello ahora, pensó Max, no si el mundo no volvía a avanzar.

Después de lo que le parecieron horas —no tenía modo de saber cuánto había durado su búsqueda— terminó dándose por vencido. Decidió ir a la plaza del reloj. Quería sentirse rodeado de gente, aunque fuera en ese estado catatónico. Aparcó el coche en buen sitio, solo por si el tiempo volvía a su cauce por sorpresa, y caminó hacia el centro de la ciudad, donde las calles estaban cortadas al tráfico. Pasó por delante de una pareja de policías, incapaces de verlo. La plaza estaba tan abarrotada como había imaginado. La multitud se agolpaba frente al gran edificio del reloj, el mismo que antes había visto en el televisor. Seguía marcando cinco minutos para medianoche. Max se coló con esfuerzo por los pocos huecos entre la gente. ¿Esos cuerpos inmóviles se romperían si los tocaba? Se sintió tentado de hacer la prueba, pero se contuvo. Y cuando llegó al centro de la plaza, en mitad de toda aquella gente congelada, se paró. Miró hacia arriba. La nieve seguía en su eterna caída. Sintió que las lágrimas le venían a los ojos. ¿Estaba atrapado para siempre?

—¡Eh, tú! —gritó una voz aguda.

Max miró a un lado y al otro, sobresaltado.

—¡Aquí! —insistió la voz.

Max se dio cuenta de que provenía de la torre del reloj. En una ventana un piso por debajo de la esfera, una mujer de cabellos rubios agitaba los brazos.

Saltó de alegría. Lo más rápido que pudo, serpenteando entre la multitud, Max alcanzó la enorme puerta del edificio. Dos guardias uniformados la cercaban, pero la abrió sin quejas por su parte. Encontró unas escaleras de caracol y las subió de dos en dos escalones, emocionado. Después, más cansado, las acabó de subir de uno en uno. Llegó a una portezuela abierta donde lo esperaba la mujer. Ahora, de cerca, apreció lo joven que era, y sus ojos de un azul cortante.

—¿Quién eres? —preguntó Max.

Ella lo observó de arriba abajo. Soltó un murmullo de aprobación y dijo:

—Tú eres Maximilian Dutch.

Él asintió, boquiabierto. Sospechó lo que había ocurrido y reformuló su pregunta:

—¿Qué eres?

La muchacha se giró y volvió dentro de la sala. Max la siguió. Lo que encontró dentro no lo desconcertó más que el resto de eventos de la velada: una fantasmagórica esfera flotante de luz multicolor, de al menos dos metros de diámetro, que parecía representar la Tierra girando en su eje. Había varios puntos marcados de un azul brillante. Uno de ellos era, qué sorpresa, la ciudad en la que se encontraban.

—Tú has hecho esto.

La chica asintió.

—¿Eres un ángel? —insistió él.

—Puedes decirlo así. —Miró a Max con una sonrisa sincera.

—¿Pero por qué?

—Oh, simples labores de mantenimiento —explicó la chica, volviendo su atención hacia la pequeña Tierra—. Una vez al año hay que corregir pequeños defectos. Para que todo siga como debe ser.

Max se asomó a la ventana. Desde allí se veía por completo a la multitud en la plaza, expectante por un año nuevo que no llegaba.

—¿Y por qué hoy?

El ángel se encogió de hombros.

—Es el único día en que todos estáis atentos a otra cosa. Nadie notará si le falta un segundo.

Por supuesto, comprendió Max, el tiempo no estaba congelado, solo ralentizado hasta el infinito. Era casi lo mismo.

La chica tocó la esfera terrestre. Donde se posaron sus dedos aparecieron glifos y luces intermitentes, fluidas, que giraban en torno a sus yemas como pequeños espíritus. Frunció el ceño y volvió a mirar a Max.

—Parece que el fallo que estaba buscando eres precisamente tú.

—¿Yo? —repitió Max.

—No te has detenido como los demás porque ha habido un pequeño salto en tu línea temporal. Un cortocircuito. Dime, ¿te has encontrado recientemente en situaciones que parecían muy improbables?

—¿Aparte de ahora mismo? —rió. La chica no cambió su expresión.

Max pensó. Claro, la fiesta. ¿Cómo si no iba él a acabar ahí, rodeado de famosos? Resultaba que todo sí que había sido un error, al fin y al cabo.

—Ya veo —dijo ella, después de que Max le explicara su situación—. Un desajuste menor, seguramente accidental. Puedo corregirlo y mandarte de vuelta a la fiesta.

—Espera, espera —Max la paró, agitando las manos con urgencia. La chica detuvo los gestos que estaba realizando sobre la proyección de la Tierra—. Si de verdad eres un ángel, podrás ayudarnos. El cambio climático, las guerras.

La mirada de la muchacha se tornó realmente triste. Compasiva, pensó Max. Como de alguien que sabe no poder ayudar a un animal herido.

—Mi trabajo —dijo ella, con un hilo de voz— es mantener el mundo en su sitio. Lo que hagáis con él depende únicamente de vosotros. Ahora y para siempre.

Apenado, Max se acercó una vez más a la ventana. Toda aquella gente feliz, esperando el año nuevo, entusiasmada por el futuro. Pero en unas décadas tendrían que abandonar esa ciudad, si el nivel del agua no dejaba de aumentar.

—Nada es para siempre —dijo Max.

El ángel se situó a su lado.

—Al contrario, todo es para siempre. Cada instante, como este, solo va a ocurrir una vez y nunca podrá cambiarse. —Hizo un amplio gesto, abarcando a todos en la plaza—. Las vidas de estas personas son solo suyas, y yo no puedo afectarles en modo alguno.

Durante unos segundos Max meditó sobre eso. Después se giró hacia la muchacha.

—Está bien —Esta vez su voz era segura—, arregla el fallo. Devuélveme a donde debo estar.

Ella lo entendió.

—¿Estás seguro? —preguntó, volviendo hacia su panel de mandos.

—Sí. ¿Volveremos a vernos?

La chica sonrió.

—No, si hago bien mi trabajo.

Max no tuvo tiempo de despedirse. Un parpadeo y estaba abajo, en la plaza, rodeado de gente gritando y  cantando y celebrando. Su novia le agarraba del brazo. La nieve caía sobre un ciudad llena de vida. Pronto la humanidad tendría que hacer frente a nuevos desafíos, pero habría también un momento para eso. Por ahora, Max estaba justo donde quería estar.

Cinco minutos para medianoche, y la cuenta atrás había comenzado.

20 dic 2018

Paciencia

La luz blanca ilumina desde arriba los rostros presentes en la habitación. Acentúa las ojeras y las arrugas, el cansancio. Estoy sentado en la sala de espera del hospital, rodeado de otras tantas personas que, a través del malestar y el hastío, esperan su inevitable turno. Esperan, porque no les queda otra cosa más que esperar.

La mujer que tengo frente a mí, fundida en uno de los incómodos asientos de plástico, se llama Rocío. Su ceño fruncido y sus ojos distantes no son producto de la preocupación por sí misma. Ha venido a traer a Felipe, su hijo de diez años. Lo han devuelto de las clases extraescolares de por la tarde con un fuerte dolor de cabeza. Ahora tiene una fiebre de casi cuarenta grados y Rocío no entiende el por qué. “Ayer mismo estaba perfectamente”, me asegura. “Ha sido así, de repente”. El niño está echado entre otro asiento y el suyo, con la cabeza apoyada en el regazo de la madre. Ella le acaricia el pelo con suavidad. A ratos, cuando por casualidad nuestras miradas aburridas se cruzan, Rocío me sonríe. La complicidad de los pacientes que no tienen nada que hacer.

El joven de mi lado, Sergio, exhibe una mano vendada. Me explica que se ha lesionado con una caída mientras practicaba skate. En el centro de salud le han inmovilizado la muñeca y lo han derivado aquí para que le hagan una radiografía. Lleva esperando dos horas. Me recuerda a mi propia niñez, cuando solía patinar con mi hermano por el camino a la orilla del río. Cuántos esguinces de tobillo y cuántas muñecas abiertas. Deberíamos haber sido más cuidadosos, pero éramos unos críos y no teníamos cabeza. Supongo que ahora lo pago, en ocasiones, las noches más frías del invierno. Aun así, no cambiaría nada. Juntos, en silencio, el chico y yo seguimos esperando.

Al otro lado de la salita de espera hay una adolescente. Ha cerrado los ojos y está apoyada contra la pared. Dos amigas de su edad la acompañan. ¿Es que ahora salen de fiesta también entre semana? ¿Y por la tarde? Aunque no soy quién para juzgar. Las dos compañeras parecen muy preocupadas por su amiga. Es una suerte que tenga a alguien que cuide de ella.

Separados de mí por un par de asientos, en la dirección contraria a Sergio, el tullido, hay una parejita de ancianos. El hombre, con los ojos entrecerrados del cansancio, se sujeta la cabeza con una mano. La mujer apoya la suya en su hombro. Se llaman Sara y Juan. Ella intenta alentarle diciendo que pronto los atenderán. Nadie tiene claro realmente cuándo será eso. Al preguntarles, me cuentan que las migrañas de Juan son más intensas desde hace un mes. Los doctores aún no saben la razón, pero la mirada de Sara sí la sabe. Los dolores solo van a empeorar. Temo que ese sea también mi final algún día.

Continúan pasando las horas. Rocío y su hijo ya se han ido. La muchacha de la esquina, flanqueada por sus inseparables compañeras, también. El skater me sigue haciendo compañía. Resopla de vez en cuando, impaciente por su turno. “Si ya sé que la mano no está rota”, repite. “Pero es que insisten en sacarme la radiografía de las narices. Por si acaso”.

Entretanto han llegado nuevas personas. Una mujer trajeada que se ha mareado en mitad de una reunión. Un chaval de gafas que acompaña a un amigo, con una fea quemadura en el antebrazo. Más ancianos, cada uno más arrugado que el anterior, cada uno más cansado y más enfermo y más hipocondríaco. Hablo con unos y con otros. Me cuentan sus dolencias con todo lujo de detalles. No hay otra forma de matar el tiempo en esta sala. Se suceden las horas y, poco a poco, les va llegando el turno a todos. Al fin se llevan a mi joven amigo para hacerle su radiografía.

Ya es de noche. Acaban de llamar al último paciente que compartía espera conmigo. Vacía, la habitación de paredes azules y bancos de plástico es aún más lúgubre. Aquí se viene a esperar, a sufrir en silencio con una mezcla de impaciencia y de temor por el resultado que revele el médico. Ya solo quedo yo.

¿Y qué me ocurre a mí, el último paciente? No me han llamado, porque no he pedido turno. Quizá mi única dolencia sea la soledad. Cada tarde vengo a este hospital y acompaño a los enfermos y los aburridos. Ni siquiera hablo con ellos, no realmente. Me basta con verlos e imaginar sus historias, el camino que los ha llevado hasta aquí. Un grupo de desconocidos, unidos por un sufrimiento común, esperando durante horas para no volver a cruzarse después. No sé si se llaman Rocío, Sergio o Juan, pero los detalles no importan. Lo sé todo con lo que dicen sus gestos y sus miradas. Sin mediar palabra, en su momento más vulnerable, me revelan su vida entera. Espero que a ellos mi compañía les resulte igual de reconfortante. En parte, sigo viniendo por eso.

Al fin y al cabo, aquí no hay otra cosa que hacer.