—Claro que la
Luna sigue ahí incluso cuando no la estás mirando. No desaparece sin más. ¡La
magia no es real! —insistió el Sabio, más exhausto por la obstinación de su
interlocutor que por el largo camino que lo había llevado hasta la cima de la
montaña.
—Por supuesto
que sí —replicó el Mago. Frunció el ceño, se palpó los bolsillos y, tras una
mueca de sorpresa, se sacó una gran pipa de la manga. Ya estaba encendida y
humeando. Se la llevó a los labios, sonriente.
Esa
socarronería sacaba de quicio al Sabio. Se tiró de los pelos, sin saber qué
decir o qué hacer. Había caminado durante días para encontrarse con aquel
hombre que decía conocer los principios de la magia. Él, como estudioso de las
ciencias naturales, no podía permitir que alguien, en algún lugar del mundo,
creyera en fantasías.
—Esto es una
tontería. Está claro lo que acabas de hacer —dijo al fin—. Has encendido el
tabaco cuando yo no miraba. Un truco burdo y, si me lo permites, peligroso.
Esas prendas tienen pinta de prender muy rápido —expuso con un atisbo de
amenaza.
—Por
supuesto, esa es la única explicación. Yo ya llevaba una pipa de tabaco
encendida escondida en la manga desde hace dos horas, el tiempo que hemos
estado hablando, y ninguno de los dos se había percatado.
—¿Entonces?
¿Qué tiene de mágico?
—Que no había
ninguna pipa hasta que la he ido a sacar.
El Sabio
volvió a pasarse las manos por la cara, exasperado.
—¿Cómo que
no? Tú mismo acabas de reconocerlo.
El Mago miró
al cielo. ¿Es que no lo iba a entender nunca? Tendría que ser más drástico.
—Observa.
Volvió a
estirar la mano por debajo de la manga contraria de su túnica, tiró, tiró otra
vez, soltó un improperio, sonó un ruido molesto e inesperado y, al fin, sacó la
mano arrastrando tras de sí a una cabra.
El Sabio
pensó que al fin se había vuelto loco.
—¿Qué?
—gritó.
—Sencillo
—explicó el Mago, con aire de suficiencia—, siempre he llevado una cabra en la
manga.
—¡Pero eso no
es posible!
—Exacto, es
magia.
El Sabio
balbuceó algo ininteligible. Realmente solo balbuceó, porque no le salían las
palabras.
—¿Cómo puedes
hacer eso? —logró pronunciar al cabo de unos segundos.
El Mago
sonrió para sí. «Está empezando a creer», pensó.
—La magia,
como sabrías si tuvieras la mente un pelín más abierta, siempre se explica a
posteriori. Si me puedo sacar una cabra de la túnica es porque, obviamente, ha
estado ahí todo el tiempo.
—Pero no
tenías una cabra realmente.
—¡Por
supuesto que no! Es decir, no la tenía, pero ahora la he tenido. Translocación
distemporal; es uno de los primeros trucos que te enseñan.
El Sabio
abrió mucho los ojos. ¡De modo que era eso: había una escuela de magia! Y si
había una escuela, significaba que había unas normas y unas leyes que aprender.
Esos trucos absurdos tenían una lógica subyacente. No había magia en todo
aquello, solo era una rama más de la ciencia, hasta ahora desconocida para él.
—¿Y dónde
está esa escuela? —preguntó con un poco de curiosidad y mucha malicia—. Es
decir, ¿podría verla? ¿Quién te ha enseñado esta —y dijo, haciendo gestos muy
exagerados con las manos— «magia»?
El Mago rió.
—Me enseñé yo
mismo. ¿Qué esperabas? Sé hacer magia porque la he aprendido, sin más. Y he
tenido que haber aprendido en algún momento porque, de otro modo, no sabría
hacerla. ¿No te parece?
Al Sabio se
le cayó el mundo encima. No podía con ese argumento circular. Cerró los ojos,
agachó la cabeza y se lamentó:
—Esto va a
ser así todo el tiempo, ¿verdad?
—Sí. Lo
siento, pero es lo que hay. —El Mago se encogió de hombros.
El pobre Sabio,
que había llegado tan lejos gracias a su pura, fría y preciada lógica, se
encontraba ahora más perdido que en toda su vida. Miró a su alrededor con
pesadumbre. Se fijó en las sillas de jardín en las que estaban sentados, la
mesita de picnic junto al arroyo, los árboles frutales sembrados sin ningún
orden, el sol poniéndose al fondo del valle que se extendía al pie de la
montaña y, por supuesto, plantada en la cima, la casa de siete pisos de oro
macizo. Ya decía él que le había parecido algo extraño al llegar.
—¿Todo esto
también te lo sacaste de la manga? —preguntó al Mago, que estaba distraído
hurgándose los dientes con un palillo hecho de marfil de elefante.
—No hombre,
de la manga no. ¿Cómo me iba a sacar una casa de la manga?
—Pero…
—Simplemente
me fui a echar y había una cama —lo interrumpió—. No me iba a haber echado
donde no hubiera un buen sitio para dormir.
—Así que
tenía que haber una cama ahí. —El Sabio frunció el ceño hasta que le dolió—.
Creo que comienzo a comprender.
—Y después
resultó que había también un salón, y una cocina, agua corriente y todos los
canales de televisión que me gustan.
—Y paredes de
oro macizo.
—Y paredes de
oro macizo, sí. Ya puestos a encontrar casa, que sea una buena.
Por un
momento, el Sabio se dejó llevar por aquella locura. Su querida lógica seguía
ahí, de algún modo. La magia significaba poder hacer lo que quisiese, si
después le buscaba una explicación, por absurda y rebuscada que fuera. La causa
y el efecto estaban cambiados de orden, eso era todo. Podía volver a casa y
seguir con su vida felizmente, ignorando al loco de la montaña.
—Y dime, ¿por
qué has venido? —El Mago lo pilló de improviso.
—¿Cómo? Para
averiguar a qué se referían todos esos rumores sobre el hechicero que vivía en
esta cima.
—No, no. ¿Por
qué? Ya sé que tienes una razón perfectamente adecuada para haber subido tú
solo los caminos de montaña y no perecer de hambre ni de frío. Pero ¿por qué
has venido realmente?
El Sabio se
quedó boquiabierto. Meditó sobre ello. Ciertamente había sentido un impulso repentino
de subir a hablar con el Mago. Lo había decidido un día, sin más, y había
echado a andar sin apenas preparativos. Se había alimentado de lo que
encontraba por el monte y de un bocadillo que afortunadamente llevaba en su
bolsa por casualidad. Y también por casualidad llevaba su navaja cuando lo
atacó aquel oso, y su jersey grueso de lana la noche que pasó tanto frío. No
recordaba haberlos cogido, pero estaba claro que… Oh, cielos.
—Ya veo —dijo
el Mago con pesadez, antes de que el otro respondiera—. Lo siento, de veras.
Creo que te he creado porque me apetecía discutir con alguien. Lo siento. ¡Qué
vergüenza!
—¿Que me has
qué?
El Mago hizo
un ademán con la mano.
—Ya sabes, no
creado. Tú siempre has existido, con tus ciencias puras y tu vida y supongo que
con tu esposa e hijos, tal vez un perro. Y un día decidiste escalar una montaña
para hablar con este viejo solitario. Pero nada de eso había ocurrido hasta que
yo me puse a discutir con alguien. ¡No me iba a poner a discutir solo! Así que
tenía que haber subido alguien a la montaña. No sé si me explico.
El Sabio se
llevó las manos a la cabeza. De pronto saltó de su silla de jardín y se puso en
pie. Gritó:
—¡Ya basta!
Una cosa es que un viejo loco crea que puede hacer magia con explicaciones
absurdas, y otra muy diferente es que ponga en duda mi existencia.
—Yo no he
dicho eso. ¿Lo he dicho?
—Oh, cállate.
Mi vida es real, yo soy real, mi perro es real ¡y ni te atrevas a ponerle un
dedo encima! —Se giró hacia el valle, oscuro ahora que habían salido las
estrellas—. ¡Todo esto es real! ¡No puedes sacarte una cabra de la manga, la
luna está ahí aunque no la mires, yo soy de verdad y la magia no existe!
Malhumorado,
se fue gruñendo por el camino que bajaba serpenteando por la ladera. El Mago no
lo volvió a ver. Se había marchado, y sus problemas eran solo suyos.
El Mago se
recostó en su gran y mullido sillón frente a la chimenea, donde había estado
sentado todo el tiempo, y soltó una risita al recordar la conversación. Que la
Luna existía. ¡Esa sí que era buena!