16 nov 2019

La playa

Las aguas oscuras lamían con su espuma la arena áspera y gris. Los aullidos de las gaviotas se perdían en el vendaval, el rugir del viento silenciando las voces de los vivos. El cielo estaba cubierto y las nubes, la niebla y el horizonte se fundían en algún lugar indeterminado, donde la vista dejaba de alcanzar y daba paso a la temerosa imaginación. A escasos metros de la orilla, tambaleándose sobre las olas rompientes, una pequeña balsa de madera parecía luchar contra la gruesa cuerda que la anclaba a tierra.

Vjorn miraba fijamente la embarcación. Sus ojos claros seguían el vaivén caótico de la barca y las olas, pero veían mucho más allá. Veían la tierra quemada. Veían las familias separadas, los edificios perdidos, los gritos, el dolor. Veían su propia mano manchada de sangre. Mano inútil, indigna.

Con un gesto solemne, el sacerdote indicó que era la hora de la despedida. Vjorn regresó al presente por un instante para ver cómo otro hombre, más joven, pero no menos roto que él, cortaba con su hacha la recia cuerda que mantenía atado el bote de madera, liberándolo a los designios del mar.

De nuevo, la batalla. La confusión de despertar en mitad de la noche, el fuego en la cabaña, la pelea, el grito. Las lágrimas.

Un arquero preparó su arma, ahora instrumento de homenaje. Una improvisada hoguera sirvió de fuente del fuego que, como cometa caído, estrella nunca olvidada, prendió el bote y los recuerdos que iban con él.

Los ojos de Vjorn se cerraron, tratando en vano de contener su llanto. Su cuerpo debería ir en esa barca, su alma subiendo al Valhalla con sus compañeros perdidos, sus hermanos, su familia. Una vez más, la batalla, el enemigo, la muerte.

Era el último día del Clan del Carnero.

16 sept 2019

Sylverleaf

Un grupo de enanos, sentados en torno a una maciza mesa de roble en una esquina de la taberna, abandona por un momento su animado juego de cartas para ojearte cuando entras por la puerta. Les devuelves la mirada, con cierto ademán amenazador. No estás aquí por ellos. Pronto se olvidan de ti y regresan a sus apuestas a voz en grito, a sus enormes jarras de cerveza y a sus discusiones en su propia lengua. Tú pasas de largo, cruzando la sala hasta el extremo contrario, donde te espera una figura agachada sobre otra mesa.

Aquí, apartado del brillo anaranjado de las antorchas de pared que iluminan la mayor parte de la taberna, está sentado un elfo de aspecto derrotado. No es como la mayoría de elfos que has conocido. Su pelo es largo y ceniciento. Sus ojos oscuros, aún más marcados por las profundas ojeras que luce, son como dos pozos negros en su piel verde pálida. Piensas que parece muy enfermo o, al menos, muy cansado.

—¿Tienes lo que te pedí? —gruñe por lo bajo, con una voz rota y rasposa.

—Ya sabes el trato —respondes—. Solo con pago por adelantado, Sylverleaf.

El elfo vuelve a gruñir. Introduce una mano huesuda entre los harapos que son su vestimenta, y extrae una pequeña bolsita que te lanza sobre la mesa. La coges y rápidamente, sin que a nadie en la taberna le dé tiempo a curiosear, recuentas las monedas de oro.

—Está bien —dices al fin—, aquí tienes.

Tú también revelas el pequeño saco que portas y lo dejas sobre la mesa. A través de las costuras de la tela se cuela una luz clara y amarilla. Impaciente, el elfo coge la bolsa entre sus manos y extrae el contenido: una roca irregular, de bordes afilados, resplandeciente como si tuviera un diminuto sol atrapado en su interior. Con manos temblorosas, saca un vial de líquido violeta de su cinturón. Sin esperar a que hagas preguntas, lo vierte sobre la roca. El líquido se derrama por la mesa y cae al suelo goteando. Esperas que la luz de la piedra se intensifique, que salten chispas y humo y un círculo arcano se forme a vuestro alrededor. Te preparas para que toda la taberna se gire hacia vosotros.

Pero no ocurre nada.

El elfo mira la piedra con confusión y, después, enfado. Levanta la cabeza. Sus ojos negros parecen aún más profundos ahora.

—¡Me has engañado! —grita, golpeando la mesa con el puño. Tú no te amedrentas.

—Te he traído lo que querías. De la propia cámara del Príncipe.

—¡Esto no es thaumatita!

Te levantas de la mesa, asegurándote con un movimiento rápido de que has puesto tu pago en oro a buen recaudo.

—Lo siento. Tal vez, por algo más de dinero, pueda serte de más ayuda en la próxima ocasión.

—¡No habrá próxima ocasión! —te amenaza sacando otro vial, de color burdeos, y amenazándote con arrojarlo hacia ti.

—¡Vosotros dos! —os detiene el patrón desde la barra—. No queréis que llame a los guardias.

El elfo te gruñe una vez más. Guarda el vial de nuevo en su cinturón y se marcha con pasos pesados, mirándote de soslayo al dejarte atrás.

 

* * *

 

Sylverleaf se echa dolorido en su jergón. La habitación es pequeña, oscura y maloliente. Lo único que puede permitirse con sus escasos fondos, y además por poco tiempo. Si esta búsqueda infructuosa se prolonga, se verá obligado a abandonar la posada y vivir en la calle, de la basura y las migajas de otros. ¿Cómo ha acabado así? Él, un elfo de Nummail. La vida era simple, si no dulce, en el archipiélago. Aquí todo es decadente, sórdido. El aire es más sucio; la tierra, menos fértil. Y la gente, oh, la gente es mucho más tosca en este reino.

Apareció una mañana varado en una playa de piedras negras, no lejos de la ciudad donde ahora sobrevive a duras penas, sin recuerdo de su viaje y, peor aún, sin medio de regresar al hogar. No comprende el mecanismo por el que llegó aquí, pero tampoco permite que el pensamiento le atormente. Al fin y al cabo, de pequeño le enseñaron que la naturaleza es caprichosa y la realidad está llena de fisuras. Lo que Sylverleaf sí quiere saber, más que nada en el mundo, es por qué no ha muerto aún.

En las islas de Salui, su tierra natal, la vida se rige por la magia de la thaumatita. El mineral está en las rocas, los árboles y las personas. Es la savia que conduce la energía vital de todo ser. Privado de la tierra mágica, debería haber muerto hace semanas. Sus huesos se atrofian, la piel se reseca y, tarde o temprano, el corazón cesa su latido. Haga lo que haga, durante sus horas de vigilia la idea se revuelve en su mente. Por las noches, el dolor le mantiene despierto. Pero, contra todo pronóstico, no muere. ¿Cómo, si le falta el sustento que tanto necesita su organismo? Debe haber algo extraño en esta tierra. Una magia que él no conoce ha entrado en su cuerpo, y está decidido a aprender sus secretos.

Vuelve a incorporarse de la incómoda cama. Sus articulaciones crujen con el movimiento y el dolor de su espalda le obliga a permanecer inmóvil unos segundos, recuperando la respiración. Al fin, recoge su bolsa de cuero y sale por la puerta del pequeño cuarto; es hora de hablar con su siguiente contacto. Mientras aprende a sobrevivir en este lugar desconocido, seguirá buscando la thaumatita. Quizá encontrarla, aunque sea un solo gramo, alivie su sufrimiento. Y, cuando lo haga, podrá descubrir la manera de regresar a Nummail.

Ya sea con la magia vieja de su tierra, o con los nuevos poderes de este reino, sabe en su interior que volverá al lugar que le vio nacer.

7 ago 2019

Americana

Las largas rayas blancas pasan con velocidad. Una, otra, otra, intercalándose con zonas de vacío tan rápido que apenas las percibes. La poca luz frente a ti se pierde en el suelo negro a una docena de metros de distancia. A izquierda y derecha reina la oscuridad, dos muros silenciosos que ocultan tu visión. Sobre ti, como siempre hacen, las estrellas observan, pero tú no puedes verlas.

La carretera es larga y recta, una flecha atravesando el corazón del continente. Decidiste ignorar las autovías a favor de caminos más antiguos y, esperabas, más interesantes. Ahora te planteas si tu elección fue la adecuada. Llevas horas conduciendo en la misma dirección, una recta infinita que se pierde en el horizonte frente a ti y también en el camino que has dejado atrás. Lejos quedan ya los campos de maíz de la tarde que tapaban la vista con su exuberancia. Maíz y más maíz, cubriendo el horizonte y asfixiándote. Atrás quedan ya las granjas con sus graneros rojos sobresaliendo de la extensión verde, los pequeños pueblos surgidos al pie de la carretera, las trampas para turistas, los casinos, las vías de tren, los postes de luz, los desvíos y, sobre todo, atrás queda cualquier signo de otros coches.

Desde que anocheció, conduces solo por una carretera recta atravesando el campo abierto, desolado y monótono, bajo un cielo oscuro y sin luna.

Piensas que deberías detenerte a descansar. De pronto, como respondiendo a tu deseo, pasas junto a un desvencijado cartel indicando una gasolinera próxima. Una descolorida caricatura con la cara borrada por el óxido te invita a repostar. Decides que es un sitio tan bueno como cualquier otro para parar y aminoras la marcha con el fin de desviarte. Sales de la carretera, ya en mala condición, a un camino aún más deteriorado, con el asfalto agrietado por el sol, la lluvia y el tiempo.

La gasolinera está algo apartada de la carretera, como una isla de luz en mitad de la noche. Conduces lentamente por el camino asfaltado hasta llegar a una explanada de cemento en la que reposa el edificio. La caseta es blanca y pequeña, de una sola planta. Sobre el tejado plano y que rebasa las paredes por casi un metro, una estructura de hierro sostiene un gran letrero luminoso. La figura de neón representa a un vaquero sonriente: la misma mascota del cartel que has pasado antes, pero más grande, más colorida y, piensas, más incómoda.

Te detienes junto a uno de los dos viejos surtidores de la gasolinera. Al depósito aún le queda recorrido, pero quieres aprovechar la parada. Bajas del coche, estiras un poco tus músculos tensos tras el trayecto y, con calma, coges la manguera del surtidor y la enchufas al depósito de tu vehículo. Una ruleta numerada comienza a girar en el surtidor mientras se oye un suave chasquido intermitente. Mientras el tanque se llena, observas con apatía tus alrededores. La figura brillante sigue sonriendo desde el tejado. Las destellos rojos y azules del neón se reflejan sobre la chapa plateada del surtidor y en un charco oscuro en el suelo. No sabrías identificar si el líquido es agua, una mancha de aceite o algo más desagradable. El resto de la luz que baña la explanada proviene del interior de la gasolinera a través de una puerta de cristal. Un círculo de claridad blanco-azulada se extiende desde la puerta y alcanza poco más allá de tu coche. Al otro lado de la gasolinera, contrario a los surtidores y a la entrada, solo hay oscuridad. La vista solo cubre la tierra seca con algunos pocos hierbajos esparcidos aquí y allá antes de fundirse en la noche. Intuyes algunas estrellas en el cielo por aquella parte, pero el resplandor de neón te impide verlas.

El surtidor emite un chasquido más fuerte y después queda en silencio. Retiras la manguera de tu coche y vuelves a colgarla en su sitio. Te diriges a la tienda para pagar. Empujas la puerta de cristal, pero no logras moverla y, con fastidio, tienes que tirar para abrirla a pesar de la clara pegatina de «PUSH» que luce junto al pomo. Una campanita electrónica silba cuando pasas. Dentro la luz blanca es cegadora. Varios fluorescentes colgados del techo zumban como colmenas de insectos luminosos. A tu izquierda, una mujer con un niño pequeño de la mano habla con el dependiente tras el mostrador. Vas hacia los estantes que, por lo demás, ocupan el pequeño espacio de la tienda.

Es raro, piensas, no has visto ningún coche aparcado fuera. La mujer debe tener el suyo al otro lado de la caseta. Observas a la pareja furtivamente mientras curioseas las chocolatinas a la venta. La madre gesticula mucho, reprochando algo al empleado. El niño, mientras tanto, está callado y se limita a darle la mano a su madre y a mirar al otro fijamente con expresión vacía. Al fin te decides por un dulce y te agachas para cogerlo del estante inferior. Cuando vuelves a levantarte, la puerta de cristal se está cerrando y ya no hay rastro de la mujer ni del niño. No has oído la campana.

Es tu turno de acercarte a pagar. Tras el mostrador, que revela su construcción de contrachapado a través de la desconchada superficie de plástico blanco, espera un chico alto y delgado. Te mira con ojos cansados, ojerosos, pero indudablemente atentos. A su espalda hay una pared con estantes repletos de variados productos, muchos de ellos jurarías que caducados, y, por lo demás, cubierta de pegatinas de marcas que desconoces. Una puerta de madera oscura al borde del mostrador da acceso, supones, a un pequeño almacén. Vuelves a mirar al dependiente. Sí, la gasolina y la chuche. El chico no te responde al devolverte el cambio del billete que deslizas sobre el mostrador, ni cuando te despides de él deseándole una buena noche. Sin embargo, estás seguro de que te sigue girando lentamente la cabeza conforme cruzas la puerta al salir.

Una vez fuera oyes la melodía electrónica tras de ti. Sin apenas darte cuenta, repitiéndote que el nudo en tu estómago es una ilusión, una mala jugada de tu imaginación desbocada, regresas a tu coche a paso rápido. Abres la puerta del conductor, te sientas y la cierras todo lo deprisa que te es posible. Al fin respiras tranquilo. Fuese lo que fuese lo que había en aquella tienda, ahora está en tu pasado. Sientes que aquí, tras el volante, con el pie en el acelerador, es el único lugar donde tu futuro verdaderamente te pertenece.

Ni siquiera te entretienes en comerte la chocolatina. Queda olvidada de tu memoria, guardada dentro de la guantera, mientras arrancas el motor del coche, pasas los surtidores plateados, tomas el camino que regresa a la maltrecha vía principal, aceleras y, poco a poco, la caseta de la gasolinera se convierte en un punto en la lejanía, y la sonrisa de neón de la figura del vaquero, en algo que es mejor no recordar.

Sigues conduciendo, más y más lejos, a lo largo de una recta infinita, bajo la noche sin luna.

10 may 2019

Heraldo

Se hacían llamar heraldos, pero eran otra cosa.

Jaime corría a trompicones por un pasillo sin iluminar. Había perdido de vista a la terrible aparición, pero no debía de estar lejos. Con toda seguridad, le ganaría terreno de un momento a otro. De un empujón abrió una puerta de emergencia y bajó las escaleras en espiral lo más rápido que le permitían sus piernas. Llegó al piso inferior y salió del edificio. Echó a correr a través del aparcamiento del complejo de oficinas.

Él solo era el director de una sucursal bancaria. No se merecía esta persecución, pensaba. No era un pecado conseguir lo que quería todo el mundo. ¿Cómo iba a saber que esto era lo que le esperaba después de la operación? Había sido un procedimiento sencillo: una inyección y unos implantes subcutáneos, más varias semanas en cama mientras el virus recombinaba su ADN. Había provocado la envidia de sus vecinos por podérselo permitir. ¿Y qué? Creía habérselo ganado.

El Vaticano ya había advertido del peligro que suponía ir contra la naturaleza del hombre, pero en esta era de ciencia y agnosticismo nadie los había escuchado. La eterna juventud, al fin al alcance la mano. Para unos pocos elegidos, al menos. Véase: aquellos que podían pagarla.

Entró en un edificio bajo y pequeño, unos servicios públicos. No tenía lugar mejor donde esconderse. Se metió en uno de los compartimentos y echó el cerrojo. Se sentó sobre la tapadera bajada del retrete, con los pies en alto. Temblaba de puro terror.

Los humanos estaban dejando de morir. Cada vez más de ellos se volverían inmortales, como creían que les correspondía. No era su culpa, realmente. Dios entendía esto. Pero, al fin y al cabo, la maquinaria celestial requería un flujo constante de almas y el corte del suministro le había importunado. Había enviado a sus ángeles para devolver el mundo a su curso natural.

Una luz blanca se coló por debajo de la puerta. A Jaime le recorrió la espalda un sudor frío. Oyó pasos como truenos que se acercaban a él. De pronto, la puerta fue arrancada de cuajo. Las lágrimas le brotaron de los ojos al presenciar a la criatura que se alzaba ante él. Era vagamente humana, pero tan alta que rozaba el techo con su cabeza rodeada de un cegador halo. Dos pares de alas surgían de su espalda. La espada llameante que blandía no era tan brillante como sus ojos, dos pozos infinitos de luz.

Se hacían llamar heraldos, pero había una palabra mejor para ellos. Eran verdugos.

Jaime gritó cuando el ángel lo quemó con su espada ardiente.

19 abr 2019

Ecos de la guerra

En el extremo de lo que alcanzaba la vista, recortando el horizonte como montañas negras, aún podían vislumbrarse los cuerpos, ahora inertes, de las gigantescas bestias que una vez habían sembrado la muerte sobre la tierra. Máquinas dignas de titanes, con piernas más altas que rascacielos y brazos cargados de poderosas armas de fuego. Ambos bandos las habían construido y utilizado, humano y androide por igual. La guerra no la habían decidido los instrumentos ni la estrategia. Simplemente prevaleció la especie más tenaz.

Exceptuando lo susodicho, el tiempo se había afanado en borrar las huellas de la cruenta batalla. Poco más que polvo quedaba de las antiguas ciudades humanas que antaño se habían extendido de una costa a otra, cubriendo los continentes como una telaraña de acero y cristal. Los androides carecían de la misma vanidad que les impulsase a imponerse sobre la naturaleza, de modo que tomaban cuanto necesitaban y dejaban que el resto del mundo siguiera su curso. Los bosques salvajes volvían a extender su manto verde sobre la mayor parte del planeta. Pero había leyendas. Se hablaba de cavernas ocultas y ciudades enterradas por los eones. Pocos escuchaban aquellas voces y aún menos las creían. Rob pertenecía a estos últimos.

Deslizó la soga a través de la oxidada trampilla que había logrado desbloquear. La cuerda se extendió hacia las profundidades varias docenas de metros, perdiéndose en la oscuridad. Sin temor, se agarró a ella y descendió con lentitud. No tenía intención de amedrentarse después de todas las dificultades pasadas.

Al cabo de unos minutos llegó al fondo. Sus piernas neumáticas sisearon al tomar contacto. El suelo estaba cubierto de una capa de polvo más antigua que él o que cualquiera de sus predecesores. Encendió una lámpara frontal. Ante él apareció una vista para la que jamás podría haberse preparado: en la caverna yacían gigantescos rascacielos aún en pie, que se extendían por toda la cavidad rocosa hasta donde alcanzaba la vista. Rob no cabía en sí de gozo. Con probabilidad, toda la ciudad se habría hundido durante la guerra por la acción de una vieja carga sísmica. Letal para sus habitantes, pero había permitido que los edificios sobrevivieran a la destrucción de la superficie.

Deambuló durante horas entre los esqueletos de aquella civilización perdida. Cada calle, cada casa y cada objeto dejado atrás le informaban más sobre los antiguos humanos. No quedaba registro gráfico de ellos en la superficie. ¿Qué apariencia tendrían? ¿Sería cierto que habían creado a los androides a su imagen y semejanza, largo tiempo atrás? Sus congéneres no le creerían cuando volviera con respuestas. Insistirían en descender ellos mismos. Pronto el paraíso secreto de Rob estaría infestado de curiosos y de ruidosas máquinas que extrajeran todos los restos para su estudio. Pero, y esto le volvía inmensamente dichoso, las primeras horas eran sólo suyas.

Rob sentía que los androides debían algo a la humanidad. El descubrimiento de la ciudad no la devolvería a la vida, pero era el primer paso para comenzar a conocerla.

23 mar 2019

Lógica mágica

—Claro que la Luna sigue ahí incluso cuando no la estás mirando. No desaparece sin más. ¡La magia no es real! —insistió el Sabio, más exhausto por la obstinación de su interlocutor que por el largo camino que lo había llevado hasta la cima de la montaña.

—Por supuesto que sí —replicó el Mago. Frunció el ceño, se palpó los bolsillos y, tras una mueca de sorpresa, se sacó una gran pipa de la manga. Ya estaba encendida y humeando. Se la llevó a los labios, sonriente.

Esa socarronería sacaba de quicio al Sabio. Se tiró de los pelos, sin saber qué decir o qué hacer. Había caminado durante días para encontrarse con aquel hombre que decía conocer los principios de la magia. Él, como estudioso de las ciencias naturales, no podía permitir que alguien, en algún lugar del mundo, creyera en fantasías.

—Esto es una tontería. Está claro lo que acabas de hacer —dijo al fin—. Has encendido el tabaco cuando yo no miraba. Un truco burdo y, si me lo permites, peligroso. Esas prendas tienen pinta de prender muy rápido —expuso con un atisbo de amenaza.

—Por supuesto, esa es la única explicación. Yo ya llevaba una pipa de tabaco encendida escondida en la manga desde hace dos horas, el tiempo que hemos estado hablando, y ninguno de los dos se había percatado.

—¿Entonces? ¿Qué tiene de mágico?

—Que no había ninguna pipa hasta que la he ido a sacar.

El Sabio volvió a pasarse las manos por la cara, exasperado.

—¿Cómo que no? Tú mismo acabas de reconocerlo.

El Mago miró al cielo. ¿Es que no lo iba a entender nunca? Tendría que ser más drástico.

—Observa.

Volvió a estirar la mano por debajo de la manga contraria de su túnica, tiró, tiró otra vez, soltó un improperio, sonó un ruido molesto e inesperado y, al fin, sacó la mano arrastrando tras de sí a una cabra.

El Sabio pensó que al fin se había vuelto loco.

—¿Qué? —gritó.

—Sencillo —explicó el Mago, con aire de suficiencia—, siempre he llevado una cabra en la manga.

—¡Pero eso no es posible!

—Exacto, es magia.

El Sabio balbuceó algo ininteligible. Realmente solo balbuceó, porque no le salían las palabras.

—¿Cómo puedes hacer eso? —logró pronunciar al cabo de unos segundos.

El Mago sonrió para sí. «Está empezando a creer», pensó.

—La magia, como sabrías si tuvieras la mente un pelín más abierta, siempre se explica a posteriori. Si me puedo sacar una cabra de la túnica es porque, obviamente, ha estado ahí todo el tiempo.

—Pero no tenías una cabra realmente.

—¡Por supuesto que no! Es decir, no la tenía, pero ahora la he tenido. Translocación distemporal; es uno de los primeros trucos que te enseñan.

El Sabio abrió mucho los ojos. ¡De modo que era eso: había una escuela de magia! Y si había una escuela, significaba que había unas normas y unas leyes que aprender. Esos trucos absurdos tenían una lógica subyacente. No había magia en todo aquello, solo era una rama más de la ciencia, hasta ahora desconocida para él.

—¿Y dónde está esa escuela? —preguntó con un poco de curiosidad y mucha malicia—. Es decir, ¿podría verla? ¿Quién te ha enseñado esta —y dijo, haciendo gestos muy exagerados con las manos— «magia»?

El Mago rió.

—Me enseñé yo mismo. ¿Qué esperabas? Sé hacer magia porque la he aprendido, sin más. Y he tenido que haber aprendido en algún momento porque, de otro modo, no sabría hacerla. ¿No te parece?

Al Sabio se le cayó el mundo encima. No podía con ese argumento circular. Cerró los ojos, agachó la cabeza y se lamentó:

—Esto va a ser así todo el tiempo, ¿verdad?

—Sí. Lo siento, pero es lo que hay. —El Mago se encogió de hombros.

El pobre Sabio, que había llegado tan lejos gracias a su pura, fría y preciada lógica, se encontraba ahora más perdido que en toda su vida. Miró a su alrededor con pesadumbre. Se fijó en las sillas de jardín en las que estaban sentados, la mesita de picnic junto al arroyo, los árboles frutales sembrados sin ningún orden, el sol poniéndose al fondo del valle que se extendía al pie de la montaña y, por supuesto, plantada en la cima, la casa de siete pisos de oro macizo. Ya decía él que le había parecido algo extraño al llegar.

—¿Todo esto también te lo sacaste de la manga? —preguntó al Mago, que estaba distraído hurgándose los dientes con un palillo hecho de marfil de elefante.

—No hombre, de la manga no. ¿Cómo me iba a sacar una casa de la manga?

—Pero…

—Simplemente me fui a echar y había una cama —lo interrumpió—. No me iba a haber echado donde no hubiera un buen sitio para dormir.

—Así que tenía que haber una cama ahí. —El Sabio frunció el ceño hasta que le dolió—. Creo que comienzo a comprender.

—Y después resultó que había también un salón, y una cocina, agua corriente y todos los canales de televisión que me gustan.

—Y paredes de oro macizo.

—Y paredes de oro macizo, sí. Ya puestos a encontrar casa, que sea una buena.

Por un momento, el Sabio se dejó llevar por aquella locura. Su querida lógica seguía ahí, de algún modo. La magia significaba poder hacer lo que quisiese, si después le buscaba una explicación, por absurda y rebuscada que fuera. La causa y el efecto estaban cambiados de orden, eso era todo. Podía volver a casa y seguir con su vida felizmente, ignorando al loco de la montaña.

—Y dime, ¿por qué has venido? —El Mago lo pilló de improviso.

—¿Cómo? Para averiguar a qué se referían todos esos rumores sobre el hechicero que vivía en esta cima.

—No, no. ¿Por qué? Ya sé que tienes una razón perfectamente adecuada para haber subido tú solo los caminos de montaña y no perecer de hambre ni de frío. Pero ¿por qué has venido realmente?

El Sabio se quedó boquiabierto. Meditó sobre ello. Ciertamente había sentido un impulso repentino de subir a hablar con el Mago. Lo había decidido un día, sin más, y había echado a andar sin apenas preparativos. Se había alimentado de lo que encontraba por el monte y de un bocadillo que afortunadamente llevaba en su bolsa por casualidad. Y también por casualidad llevaba su navaja cuando lo atacó aquel oso, y su jersey grueso de lana la noche que pasó tanto frío. No recordaba haberlos cogido, pero estaba claro que… Oh, cielos.

—Ya veo —dijo el Mago con pesadez, antes de que el otro respondiera—. Lo siento, de veras. Creo que te he creado porque me apetecía discutir con alguien. Lo siento. ¡Qué vergüenza!

—¿Que me has qué?

El Mago hizo un ademán con la mano.

—Ya sabes, no creado. Tú siempre has existido, con tus ciencias puras y tu vida y supongo que con tu esposa e hijos, tal vez un perro. Y un día decidiste escalar una montaña para hablar con este viejo solitario. Pero nada de eso había ocurrido hasta que yo me puse a discutir con alguien. ¡No me iba a poner a discutir solo! Así que tenía que haber subido alguien a la montaña. No sé si me explico.

El Sabio se llevó las manos a la cabeza. De pronto saltó de su silla de jardín y se puso en pie. Gritó:

—¡Ya basta! Una cosa es que un viejo loco crea que puede hacer magia con explicaciones absurdas, y otra muy diferente es que ponga en duda mi existencia.

—Yo no he dicho eso. ¿Lo he dicho?

—Oh, cállate. Mi vida es real, yo soy real, mi perro es real ¡y ni te atrevas a ponerle un dedo encima! —Se giró hacia el valle, oscuro ahora que habían salido las estrellas—. ¡Todo esto es real! ¡No puedes sacarte una cabra de la manga, la luna está ahí aunque no la mires, yo soy de verdad y la magia no existe!

Malhumorado, se fue gruñendo por el camino que bajaba serpenteando por la ladera. El Mago no lo volvió a ver. Se había marchado, y sus problemas eran solo suyos.

El Mago se recostó en su gran y mullido sillón frente a la chimenea, donde había estado sentado todo el tiempo, y soltó una risita al recordar la conversación. Que la Luna existía. ¡Esa sí que era buena!

21 feb 2019

El sastre de plata

Su padre era un afamado sastre. Ella aún era joven, pero ya había aprendido de él todas las minucias del oficio. Qué telas casaban con cuáles, qué hilo usar, cómo tejer y desentrañar y volver a unir y crear maravillas inimaginables. Tijeras de hierro para la ropa del campesino, tijeras de oro para la vestimenta del rey. Y tijeras de plata para el tejido más delicado de todos. Pues su padre le había enseñado cómo al rayar el alba, cuando la tela en la que fue bordada la realidad está más tensa y es más débil, un corte certero puede dar acceso a los mundos que se ocultan en el filo de una aguja, detrás de las costuras que marcan las estrellas. Infinitos mundos de fantasía que habían explorado juntos. ¿De dónde si no iba a sacar él la inspiración para sus obras?

Pero una guerra se urdía en las profundidades del multiverso y su padre ya no estaba. Quizá un costurero que conocía la verdad fuera demasiado peligroso para las ansias de algún enemigo oculto, y se lo habían llevado en mitad de la noche. Ella no iba a permitirlo. Estudió con un maestro del único arte todavía más antiguo que la costura. Consiguió los materiales, trazó un patrón.

Alzó la larga espada plateada. Cuando el sol comenzó a iluminar el gran telar que era el mundo, ella lo cortó con un tajo firme. Su padre no necesitaba una pequeña costurera. Sería una guerrera quien fuese a buscarlo.