16 sept 2019

Sylverleaf

Un grupo de enanos, sentados en torno a una maciza mesa de roble en una esquina de la taberna, abandona por un momento su animado juego de cartas para ojearte cuando entras por la puerta. Les devuelves la mirada, con cierto ademán amenazador. No estás aquí por ellos. Pronto se olvidan de ti y regresan a sus apuestas a voz en grito, a sus enormes jarras de cerveza y a sus discusiones en su propia lengua. Tú pasas de largo, cruzando la sala hasta el extremo contrario, donde te espera una figura agachada sobre otra mesa.

Aquí, apartado del brillo anaranjado de las antorchas de pared que iluminan la mayor parte de la taberna, está sentado un elfo de aspecto derrotado. No es como la mayoría de elfos que has conocido. Su pelo es largo y ceniciento. Sus ojos oscuros, aún más marcados por las profundas ojeras que luce, son como dos pozos negros en su piel verde pálida. Piensas que parece muy enfermo o, al menos, muy cansado.

—¿Tienes lo que te pedí? —gruñe por lo bajo, con una voz rota y rasposa.

—Ya sabes el trato —respondes—. Solo con pago por adelantado, Sylverleaf.

El elfo vuelve a gruñir. Introduce una mano huesuda entre los harapos que son su vestimenta, y extrae una pequeña bolsita que te lanza sobre la mesa. La coges y rápidamente, sin que a nadie en la taberna le dé tiempo a curiosear, recuentas las monedas de oro.

—Está bien —dices al fin—, aquí tienes.

Tú también revelas el pequeño saco que portas y lo dejas sobre la mesa. A través de las costuras de la tela se cuela una luz clara y amarilla. Impaciente, el elfo coge la bolsa entre sus manos y extrae el contenido: una roca irregular, de bordes afilados, resplandeciente como si tuviera un diminuto sol atrapado en su interior. Con manos temblorosas, saca un vial de líquido violeta de su cinturón. Sin esperar a que hagas preguntas, lo vierte sobre la roca. El líquido se derrama por la mesa y cae al suelo goteando. Esperas que la luz de la piedra se intensifique, que salten chispas y humo y un círculo arcano se forme a vuestro alrededor. Te preparas para que toda la taberna se gire hacia vosotros.

Pero no ocurre nada.

El elfo mira la piedra con confusión y, después, enfado. Levanta la cabeza. Sus ojos negros parecen aún más profundos ahora.

—¡Me has engañado! —grita, golpeando la mesa con el puño. Tú no te amedrentas.

—Te he traído lo que querías. De la propia cámara del Príncipe.

—¡Esto no es thaumatita!

Te levantas de la mesa, asegurándote con un movimiento rápido de que has puesto tu pago en oro a buen recaudo.

—Lo siento. Tal vez, por algo más de dinero, pueda serte de más ayuda en la próxima ocasión.

—¡No habrá próxima ocasión! —te amenaza sacando otro vial, de color burdeos, y amenazándote con arrojarlo hacia ti.

—¡Vosotros dos! —os detiene el patrón desde la barra—. No queréis que llame a los guardias.

El elfo te gruñe una vez más. Guarda el vial de nuevo en su cinturón y se marcha con pasos pesados, mirándote de soslayo al dejarte atrás.

 

* * *

 

Sylverleaf se echa dolorido en su jergón. La habitación es pequeña, oscura y maloliente. Lo único que puede permitirse con sus escasos fondos, y además por poco tiempo. Si esta búsqueda infructuosa se prolonga, se verá obligado a abandonar la posada y vivir en la calle, de la basura y las migajas de otros. ¿Cómo ha acabado así? Él, un elfo de Nummail. La vida era simple, si no dulce, en el archipiélago. Aquí todo es decadente, sórdido. El aire es más sucio; la tierra, menos fértil. Y la gente, oh, la gente es mucho más tosca en este reino.

Apareció una mañana varado en una playa de piedras negras, no lejos de la ciudad donde ahora sobrevive a duras penas, sin recuerdo de su viaje y, peor aún, sin medio de regresar al hogar. No comprende el mecanismo por el que llegó aquí, pero tampoco permite que el pensamiento le atormente. Al fin y al cabo, de pequeño le enseñaron que la naturaleza es caprichosa y la realidad está llena de fisuras. Lo que Sylverleaf sí quiere saber, más que nada en el mundo, es por qué no ha muerto aún.

En las islas de Salui, su tierra natal, la vida se rige por la magia de la thaumatita. El mineral está en las rocas, los árboles y las personas. Es la savia que conduce la energía vital de todo ser. Privado de la tierra mágica, debería haber muerto hace semanas. Sus huesos se atrofian, la piel se reseca y, tarde o temprano, el corazón cesa su latido. Haga lo que haga, durante sus horas de vigilia la idea se revuelve en su mente. Por las noches, el dolor le mantiene despierto. Pero, contra todo pronóstico, no muere. ¿Cómo, si le falta el sustento que tanto necesita su organismo? Debe haber algo extraño en esta tierra. Una magia que él no conoce ha entrado en su cuerpo, y está decidido a aprender sus secretos.

Vuelve a incorporarse de la incómoda cama. Sus articulaciones crujen con el movimiento y el dolor de su espalda le obliga a permanecer inmóvil unos segundos, recuperando la respiración. Al fin, recoge su bolsa de cuero y sale por la puerta del pequeño cuarto; es hora de hablar con su siguiente contacto. Mientras aprende a sobrevivir en este lugar desconocido, seguirá buscando la thaumatita. Quizá encontrarla, aunque sea un solo gramo, alivie su sufrimiento. Y, cuando lo haga, podrá descubrir la manera de regresar a Nummail.

Ya sea con la magia vieja de su tierra, o con los nuevos poderes de este reino, sabe en su interior que volverá al lugar que le vio nacer.